viernes, 24 de mayo de 2019

CUADERNOS


Dos viejos, Francisco de Goya 

Empiezo con un diálogo. Más bien empiezo con un monólogo:

−Usted no es un escritor, mi amigo. Ese cuaderno no es el cuaderno de un escritor, mi amigo.

Esas palabras bastante tontas, bastante agotadas, bastante hijueputas, me las dijo un viejito que vendía libros en el barrio La Macarena. Yo todavía estudiaba en el colegio y, como buen muchacho feliz que todavía estudia en el colegio, no me importaba mucho el cuaderno que estuviera utilizando para escribir los poemitas todos raros que me iban saliendo como avispas, como moscas, como varicela.


Pero ojo: las palabras de un viejito vendedor de libros (un señor todo serio de barba y sombrero y gabardina) pueden causar un efecto muy poderoso en el alma de un muchacho (ya lejos) que creía que algún día iba a escribir uno de los mejores libros del mundo. Es que claro, yo no sabía que los escritores de la vida real tuvieran que tener un tipo de cuaderno específico para ser escritores de la vida real. Nunca había escuchado algo así.



La primera vez que lo vi con mis propios ojos fue unas semanas después de las palabras del viejito. “Tenía razón ese viejo marica, yo no soy un escritor, mi cuaderno de Natalia París no es el cuaderno de un escritor” (me dije ahí mismito). La cosa fue así: mi colegio invitó (por ser el día del idioma, o algo por el estilo) a un escritor de la vida real. Era un señor muy formal, muy pomposo, que había escrito dos novelas y un libro de cuentos sobre cosas judías. Como mi colegio era (es) un colegio judío, las profesoras de español decidieron invitar al único escritor judío que escribe libros en español en este país.


Bueno, no alarguemos el cuento: como era la primera vez que yo iba a ver a un escritor de la vida real, me dieron muchas ganas de hablar con él, de preguntarle (por qué no) por dónde había que empezar si yo quería escribir uno de los mejores libros del mundo. Para no quedar como un imbécil cuando habláramos, le pedí a mi papá que si por favor me podía comprar los tres libros del tal señor. Me los leí lo más rápido que pude y preparé un par de preguntas que no fueran a herir los sentimientos del escritor. Es que me perdonarán, pero los libros eran malísimos. Pero bueno, que los libros fueran malísimos era lo de menos: el señor había publicado en editoriales importantísimas, sus libros estaban en las librerías de los aeropuertos…“En fin −pensé−, escribir bien no es un requisito para ser un escritor de la vida real”.


Después de mis preguntas no-hirientes, o poco-hirientes, el señor, muy formal, muy pomposo, como vio que yo era el único interesado, me dijo que almorzara con ellos después de la firma de libros. O sea: en la mesa del rector y el escritor y las profes de español. Él y yo éramos los únicos que hablábamos; las profesoras, por supuesto, no sabían ni de qué se trataban los libros judíos de este señor judío que escribía libros en español. Me impresionó mucho escuchar al escritor, me conmovió (me dio pesar, supongo) esa forma de alabarse a sí mismo, a sus novelas, a su obra. Era como si el señor nunca hubiera leído sus libros y estuviera haciendo una campaña de mercadeo para una marca que le da lo mismo. “Mi obra esto”, “mi obra lo otro”, “mi obra”, “mi gran novela es esta”, “mi otra novela es sumamente compleja”, “mi obra”, “mi obra”…


−¿Y en qué va su obra en estos momentos, maestro?-, le pregunté.  



Y ahí pasó lo del cuaderno. Me dijo que iba por la página setenta y pico de una nueva novela, una obra maestra sobre cosas judías, y sacó, del bolsillo de la camisa, una hermosa libretica negra protegida por un caucho dorado. (“Qué extraño, quién guarda un cuaderno en el bolsillo de una camisa elegante”, pensé). Y después me acordé de la frasecita del viejo hijueputa.



“¿Esos son los cuadernos que usan los escritores?”, le pregunté. “Sí, sí, esta libreta es de una marca exquisita que tal y tal y tal, las compro siempre que voy a Viena”, y mi obra para arriba y mi obra para abajo. Me dejó ojear la libretica: en verdad era exquisita, y la letra del señor también era exquisita. Me causó mucha curiosidad no ver ni un solo tachón en los primeros borradores de una obra maestra (“Será por eso que le quedan así esas novelas”, pensé). Mi cuaderno de Natalia París estaba repleto de tachones y dibujos y flechas y mamarrachos (“Será por eso que mis cosas no quedan como para ponerlas en las librerías de los aeropuertos”, pensé). El punto es que desde el día del viejito, que se reveló por completo después de haber conocido, de primera mano, el manuscrito real de un escritor de la vida real, no he podido parar de pensar en eso. ¿En qué cuaderno escribir?, ¿qué vínculo ontológico existe entre ser un escritor y andar con tal tipo de libreta fabricada en tal tipo de capital europea? Es decir: me dejó traumado el viejito ese.



Lo cierto es que hoy, más de quince años después, estoy estrenando libreta. Hoy. Aquí. Ya. Esto mismo que escribo, esto mismito, lo escribo en una Royal Talens negra, modelo Art Creation. Son unas libretas holandesas (fabricadas desde 1899) baratísimas, de una calidad excelente, hechas, sobre todo, para trabajar con témperas. Las hojas, sin renglones ni cuadrículas, color crema, son de tan buena calidad, son tan lindas, que es imposible no estar escribiendo e irse preguntando, todo el tiempo, cómo pueden ser tan baratos estos cuadernitos. Lo cierto es que, después del viejito, he pasado por todas las marcas posibles, desde Moleskine hasta Norma con los dibujitos de Phineas y Ferb. Todos los tamaños, todos los formatos: renglones duros, renglones suaves, cuadriculado grande, cuadriculado pequeño; blanco, crema, negro (para escribir con lápiz blanco), todos los colores; todos los eslóganes, todas las texturas. Mis novias me regalan libretas, mis hermanos me regalan libretas, mi mamá me regala libretas; si me gano algún premio académico, el regalo es, siempre, una libreta (si el premio no es una libreta, nunca me lo gano).  Y listo, cuando termino una libreta, (porque las palabras siguen, más de quince años después, saliendo como avispas, como moscas, como varicela) , las hijueputadas del viejo suenan, de nuevo, en mi corazón: “Tú no eres un escritor”, “Tú no eres un escritor”, “Tú no eres un escritor”, “Tú no eres un escritor”, “Tú no eres un escritor”, “Tú no eres un escritor”.



Es que no importa en qué libreta escriba (incluso una vez me gasté todos mis ahorros en comprar la misma libreta, igualitica, que tenía el escritor de la vida real que fue a mi colegio −mi hermano está de testigo, él me la trajo de Viena−)… Es que no importa en qué libreta escriba, mi obra (“mi obra”, “mi obra”), como las obras de la vida real, aún no está en las vitrinas de las librerías de aeropuerto. Qué vaina tremenda. Cuadernos y cuadernos y cuadernos y cuadernos. Cuadernos.



Por estos meses ando con muy poco dinero, así que mis opciones para seguir intentando ser un escritor de la vida real son muy limitadas. Pero bueno, esta libretica, barata, se siente muy bien, muy muy bien. Y es tan barata. Es la primera vez que uso una Royal Talens Art Creation, y la tinta negra se resbala como el sudor del sexo, como el jabón, como la tierra mojada del jardín de la casa de mi abuela, como los gusanos de la poesía de mandarinas. Son las 11:45 de la noche, de la noche noche, escribo, escribo, jabón, sudor, tierra mojada, gusanos de mandarina. Escribo en un Burger King (24horas) que tiene unas mesas grandísimas, blancas, perfectas para desparramar los codos y abrir las piernas. Necesito terminar ya este cuento, pero no quiero hacer juegos literarios (¡qué pereza los juegos literarios!) para cerrar. Tampoco quiero dejar el cuento inacabado, así no más, empezando un cuaderno nuevo. Eso, dejar las cosas sin terminar en el principio de los cuadernos, siempre me trae mala suerte. Me como la hamburguesa y las papitas, todo muy al clima, muy frío, y pienso, y escribo, y pienso en cómo podría terminar sin hacer ningún tipo de juego literario barato, o, mucho peor aún, metiendo algún inverosímil personaje que salve la patria; que salve mi futuro como gran escritor, como genio incomprendido y marginado. Un personaje elegante y masculinísimo, por ejemplo, sentado, ahora mismo, en la mesa de enfrente del Burger King. En esas mesas hermosas del Burger King. El tipo me mira mucho y anota cosas en un cuaderno, y me mira y anota, y me mira y anota. Yo me doy cuenta de su espionaje, pero no le hago caso. Me paro de la mesa, voy saliendo de la hamburguesería y escucho mi nombre.



− ¿Sí? ¿Por qué se sabe mi nombre?, ¿por qué me mira tanto y por qué anota lo que mira en ese cuaderno, señor?


− Disculpe, maestro, llevamos meses buscándolo. Le hemos seguido la pista a los cuadernos que usted va dejando en las calles, en los andenes. Sabemos dónde vive, sabemos que ahora no anda bien su situación económica. Queremos ayudarle, queremos publicarle la novela que escribió en la libreta negra con caucho dorado. ¿De dónde sacó el dinero, maestro, para comprar esa libreta tan exquisita? ¿Por qué dejó su obra maestra tirada en el andén de la Calle 100 con Carrera 15?


−  ¿Y su editorial tiene el brazo financiero para poner los libros en las vitrinas de las librerías?

− Claro, hombre. Le hacemos todo el mercadeo. Conocemos a la gente.



Llevo la bandeja, toda llena de salsas, a las basuritas del Burger King. Camino a casa. Se me van armando frases viejas en la cabeza, gramáticas, ortografías, fonéticas, metáforas, un oxímoron, una anáfora, una epífora, imágenes, símbolos, letras, cuadernos. Ya está. Creo que ya sé cómo terminar este cuento. Aprovecho que son baratas estas libreticas y dejo esta, mi primera Royal Tales, así nomás, con un solo cuento y un pequeño dibujo. La cierro y la dejo, bien puestecita, en el andén grande de enfrente de mi casa. Oscuridad azul, calle grande. Pasa el último bus de la noche. 

lunes, 8 de abril de 2019

NO PUEDO PARAR DE ESCRIBIR CUENTOS DE AMOR



Autorretrato tirando del párpado hacia abajo, Egon Schiele. 


“And I'll tell it and think it and speak it and breathe it
and reflect it from the mountain so all souls can see it
then I'll stand on the ocean until I start sinkin'
but I'll know my song well before I start singin' ”

Bob Dylan.



“Hermano, a usted se le olvidó el arte de levantar hembritas. Está viejo, mi pez, qué tristeza, porque en sus épocas usted  era un tigre con las chicas. ¿Qué es lo que le está pasando? Yo no quiero que me pase eso cuando llegue a su edad. Dígame por qué se ha vuelto así para  yo no imitarlo cuando cumpla mis treinta y pico”.   

Ese diálogo que intenté reproducir en el párrafo anterior (o algo muy parecido) me lo dijo mi hermano menor en el Café Comercial. 10:00am, todos tomaban café con leche, nosotros tomábamos vodka con soda. Puro viejito leyendo el periódico en las otras mesas. En nuestra mesa estábamos sólo mi hermano y yo, sin periódicos, hablando de todo eso; dos horas y pico de regaños, de “Si quiere yo le vuelvo a enseñar cómo es que se conquista”, y ese tipo de cosas. El argumento de mi hermano era sencillo: “Es que usted se está volviendo cada vez más marica. Cada vez menos comunista, cada día más preocupado por los pelos que le salen entre ceja y ceja, cada vez más llorón en el cine (hace unos años usted hubiera odiado esa película horrible de Lady Gaga, ahora dice que es “una peli linda”). Qué es esa maricada, mi pez”.

Y el argumento seguía y seguía igual de sencillo y de sabio: “Entienda, Osquítar, por favor, que a las mujeres no les gusta que usted les escriba cosas de amor y que les pinte retratos y esas cosas todas desbordadas que usted anda haciendo. Yo no sé por qué se le ha olvidado eso últimamente, por eso es que lo andan rechazando todo el tiempo. Lección número uno (usted me la enseñó cuando yo era chiquito): no muestre el hambre. Lección número dos: no muestre el hambre. Lección número tres: no muestre el hambre”.  Y yo: “Hermanito, es que no es hambre lo que tengo. Es otra cosa. Es como un amor, como unas hormigas”. Y él: “¿Ve lo que le digo?, se está volviendo cada vez más marica”. Y yo: “Tiene razón, tiene razón. Voy a tratar de volver a mi personajito de chico rudo a ver si me vuelven a querer”. Y él: “Deje el drama. Sólo no muestre el hambre, y ya está. Escriba cuentos policiacos, escriba esas cosas de borrachos que usted escribía antes, pinte sus historietas desquiciadas (¡por favor, no más dibujitos maricas!, ¡por favor, Óscar!, hágase un bien). Deje de enfocar todo su arte en eso que usted llama “amor”. Eso no es amor, es pura mariquera. A las nenas les gusta que las ignoren”. Y yo: “Está bien, está bien, tiene razón”.

Y llegué a mi casa, hoy, justo después del Café Comercial, y me puse a escribir este cuento. Iba a ser un cuento de borrachos, sin que ella apareciera por ningún lado. Por eso me inventé que estábamos tomando vodka con soda en vez de café (en realidad estábamos tomando expresso y cruasán). Íbamos a terminar, en este cuento, todos borrachos escuchando La Polla Records en un bar de los barrios bajos de Madrid. Después nos íbamos a encontrar a un muerto y algo todo macho iba a pasar con ese muerto. No sé muy bien por dónde iba la cosa, pero iba a haber un muerto y nuestros personajes se iban a comportar como todos unos machotes. Mi personaje, Óscar Graff, iba a despinchar la llanta de un carro en menos de un minuto, y después iba a terminar con un montón de chicas y de drogas y de cosas machas. O algo así.   

Pero bueno, como ya se habrán dado cuenta, no va a haber ni borrachos ni muertos en este cuento. No me está saliendo. Y punto. No me sale un cuento rudo. Y punto. Y si se fijan bien, ella ya apareció en el relato. Es un desastre todo esto. Un puto desastre.  

Hace dos minutos me paré a preparar más café, a ver si se me aceleraba más el corazón, a ver si podía meter al muerto y a los borrachos y a los carros por algún lado, y cuando volví al papel y al lápiz vi mi caja de pastillas antidepresivas, justo en frente del papel, y me acordé de mi psiquiatra. En una de las terapias llegamos a una conclusión bien solar. No me acuerdo si fue él el que la redactó o si fui yo, pero era así: “Crecer significa ir pareciéndonos cada vez más a nosotros mismos”. Suena cursi, sí, pero no es tan cursi: la idea es la siguiente: entre más uno madura, más verga le vale decirle a la gente que uno sabe despinchar carros. “Pues si no me van a querer porque soy muy marica, pues que no me quieran”, pensé después de ver mis depresivas pastillas antidepresivas. Y aquí estoy escribiendo este cuento marica, uno más para la colección. “Pues si no me van a querer porque mi comunismo excesivo se ha ido disminuyendo, y quiero que los gringos entren a Venezuela y maten a tanto bruto,  pues que no me quieran”, “si no me van a querer porque me parece lindo ver a Lady Gaga cantando con Bardley Cooper, pues que no me quieran”.

Miren cómo va cambiando el tono del cuento. Ya tiene ese matiz de lloriqueo y de drama del que habla mi hermano: “pues que no me quieran, bla, bla, bla, ñi, ñi, ñi”.  Y yo voy escuchando la voz de mi hermano en el lápiz: “Deje el drama. Sólo no muestre el hambre, y ya está”, y mi mano va peleando contra esa voz, no quiere que el cuento vuelva al tono machito, no quiere meter hembras y carros y borrachos… y ahí sigue la pelea, y yo sólo voy dejando que el lápiz haga lo que quiera, yo no me pienso meter en ese problema literario. No sé cómo vaya a terminar este cuento, pero hay algo que ya es seguro: es un cuento de amor. Qué desastre. Qué puto desastre.  

Por lo que veo, por el resultado de esa pelea entre mi mano y la voz sabia de mi hermano, y el rechazo femenino que he sufrido gracias a mi mariquera, y todas esas peleas de “madurar es parecerse a uno mismo, y yo mismo soy un mansito que se emociona con las películas de Bradley Cooper”, el cuento va, por ahora, funcionando así: hay un muchacho de treinta y pico de años que anda sufriendo porque cree que está enamorado y no sabe qué hacer. El hermano menor le dice que el problema es la intensidad con la que se está tomando las cosas, la mariquera esa de ir declarando el amor (en los cuentos, en los dibujos), ignorando que el amor es un juego de poderes, que, en una relación, el que menos muestre amor es el que va ganado el juego.  Nuestro personaje, Óscar, sabe perfectamente que las cosas funcionan así, pues era, en sus épocas, “un tigre con las chicas” y todas esas cosas. Toma el consejo del hermano y se propone escribir un cuento rudo que no hable de ella. Y ya. A la mitad del cuento, el escritor se da cuenta de que el texto, en realidad, habla de ella y de que no tiene ganas de escribir cosas machas para ganar en el juego de poderes del amor, porque ya Óscar está muy crecidito para ir actuando que es un macho que sabe despinchar carros.

Ojo a esto: así ustedes no lo crean, y así sea yo (el escritor del cuento) el que se los dice, este relato no es tan malo como parece a simple vista. Hagamos crítica literaria y van a ver que el cuento tiene su magia. Claro, es un cuento de amor, muy cursi y muy marica (muy poco machito), pero tiene su magia. Miren: un lector inteligente podría darse cuenta de que hay un juego extra-literario, un juego de la vida real, que opera desde el principio del texto. El juego es así: en realidad este cuento, desde el principio (vuelvan a leerlo y verán), es una declaración de amor bastante sofisticada. Nos damos cuenta de que hay una “ella”, fantasma, que va a leer el cuento. El escritor (o sea yo) está tomando el consejo de su hermano, pero desde una perspectiva más madura que tirándoselas del machito: decide, desde el principio (vuelvan a leerlo y verán) mostrarle a “ella” que no es tan chévere ser un machito. El tono tosco del hermano está pensado, milimétricamente, para que ella vea que no es tan perdedor ser sincero en el amor, para que ella vea que eso de “a las nenas les gusta que las ignoren” es una cosa muy tonta de adolecentes. Este cuento, desde el principio, es una forma de desbordar amor sabiendo las consecuencias pocos sexis que trae el desbordar amor. El título es una clave: “No puedo parar de escribir cuentos de amor”. O sea: lo que hace el cuento, en realidad, es decirle a la “ella” fantasma que Óscar Graff sabe que lo que está haciendo puede parecer intenso, pero que igual no pude parar de hacerlo porque eso es precisamente lo que quiere hacer. O sea: lo poco sexi, dice Graff entre líneas, es no darse cuenta de eso, y creer que uno está haciendo las cosas bien. Él sabe que está haciendo mal las cosas en el amor, pero sigue haciéndolas igual. Es el tonito del perdedor sexi, del perdedor tipo Leonard Cohen, o algo así.

Bueno, en realidad, ahora que intento decir lo que el cuento intenta decir, me doy cuenta de que sí puede llegar a ser un mal cuento. O no sé, mis peores cuentos son los que más les gusta a la gente. No sé si el cuento es bueno o malo, pero está lleno de secretos, eso sí. De todas formas el cuento no está hecho para ustedes; está hecho, a fin de cuentas, para que ella me escriba algo como: “Ya sé que yo soy la “ella” de tu cuento y me encanta que desbordes tu amor, me parece lo más sexi del mundo. Está pasado de moda enamorarse de los machitos”. Ya está. Fin.