Punto de vista icónico de toledo, André Masson.
La palabra
“durazno” no se parece tanto a los duraznos…La palabra, que la vi volando y
creciendo adentro de mi uñas, es una palabra violenta. Una palabra que tiene el
color de las hormigas.
El durazno, en
cambio, es una fruta hermosa (no quiero decir, ojo con eso, que la palabra no
sea hermosa también). El durazno, si lo miras desde arriba, se parece a las
nalgas de una nena, y el anito ahí, en la mitad de un cosmos. Es peludito, el
durazno. Es amarillo, anaranjado, medio verde, medio rosado. Tiene la forma y
el tiempo del planeta tierra cuando lo miras desde un cohete que ya salió a la
parte negra del cielo. Y cuando lo muerdes, cuando le sacas el juguito, llegan
a ti, como una explosión de burbujas en el dolor de las canas y los zapatos
rotos de tanto caminar, todos los recuerdos del mundo. Comer durazno es una
forma de recordar lo que ha sido de la vida.
Mi primer
recuerdo es un durazno. Después descubrí mi amor por las guitarras acústicas,
después supe que iba a ser escritor, después supe que iba a ser un poeta miserable
que anda vomitando los andenes de la ciudad; después llegó a mí, de repente, ese
odio absoluto por todos los escritores que quedaban vivos en Colombia, y
después, mucho después, estoy aquí: escribiendo cuentos como un loco para que
vengan todos los escritores y todos los poetas a decir que uno cómo se atreve a
publicar cuentos tan malos. Con tanto error gramatical, con tanta rabia tan
desbordada y tan mal plasmada en el papel.
“Disculpa –me
dijo un pelafustán de esos– ,te leí al mismo tiempo que a Verlaine. Te tocó una
competencia dura. ¡Tus cuentos, a fin de cuentas, son una porquería!”.
“Pues usted es
una gonorreita; usted es un señor muy feo, señor”, le dije yo. No se me ocurrió
nada más inteligente para decir.
Después me fui
para mi casa, me miré al espejo y me di cuenta de que me era imposible evitar
las lágrimas. Estaba tristísimo. “¿Por qué todo el mundo dice que mis cuentos y
mis poemas son tan malos, mamita?, yo siento que soy un buen escritor”, le
decía yo a mi madre con los ojos rojos de tanta angustia. “Tranquilo, mi amor,
–me decía ella– lo que pasa es que no te
entienden. Algún día te van a descubrir. Algún día se van a dar cuenta de que
no ha nacido un mejor escritor en este país desgraciado”.
Me fui a tomar
un café, a fumar un Piel Roja, a comer un durazno. Saqué el cuadernito y empecé
a escribir un cuento sobre el color de una hormiga, que es violento, que es
lento, que no le hace caso a la gramática…
Mi primer
recuerdo, decía, es un durazno. El durazno, que estaba como mojado, permanecía
estático, levitado, en una pequeña mesa de madera. Recuerdo muy bien que era la mesa de algún
cuarto. No era la cocina. No era el comedor. Era un cuarto con dos camas sencillas, con unos guantes de
box colgando de la puerta, sin libros,
sin cuadernos, sin guitarras acústicas.
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