domingo, 5 de julio de 2020

UN LUGAR





                                            
Willem de Kooning, Excavación, 1950




La historia de las ideas  es la
historia del rencor de los solitarios”.

Cioran.

        En la parte de adentro de lo más atrás de mi cráneo hay un lugar que huele a sopa. Es un lugar lleno de idiomas muertos; un lugar con animales de colores que ya casi no existen. El lugar tiene calles blanditas que suenan a la palabra “pájaro”, tiene carros hechos de burbuja y un mar. Hay, en el fondo del lugar, en el borde del agua, una cabaña con una hamaca blanca para pasar las tardes leyendo poemas y rascándose las plantas de los pies. Hay cigarrillos frescos, una manguera, una nevera de icopor y, todas las mañanas, un plato de cereal de granos integrales de chocolate. Hay un machete en la esquina izquierda de la cabaña y, a veces, sobre todo en las tardes de la hamaca, ladran los animales grandes y suenan, en el viento caliente, los animales pequeños. Huele, también, a pasto y a lluvia y a panadería.
       Llegar a ese lugar tiene su parte fácil y su parte difícil. Fácil por el método, difícil por el volcán que se forma en el tiempo, en las moléculas.
       El método: cierro las cortinas de la ventana de mi cuarto y apago todas las luces excepto la lamparita para leer, la luz tiene que quedar apuntando al techo. Queda todo amarillo y blanco y negro. Me desnudo (quedo sólo en calzoncillos) y prendo el ventilador y me enrollo en las sábanas. Hago una cueva lo suficientemente oscura para alejar a las moscas pero lo suficientemente clara para seguir sintiendo la luz del techo del cuarto. Ya enrollado en la cueva, empiezo a respirar tranquilo y a pensar, solamente, en la respiración. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… y otra vez, y otra vez, y otra vez.  A los 15 minutos empieza a oler a sopa y a lluvia y a pasto y a agua salada y a cereal de chocolate y a mangueras y al color de la cerveza y de la brisa.
       El volcán que se forma en el tiempo: quedarse ahí, en la parte de adentro de lo más atrás de mi cráneo, es una guerra. El lugar está  hecho por personas muy solitarias para que vivan personas muy solitarias. Todo está pensado para poder estar ahí en uno mismo, en el silencio de uno mismo, rascándose las plantas de los pies y leyendo poemas y escuchando el sonido de la espuma. Pero es que, cómo les digo, a veces los lugares muy solos son lugares muy solos. Y aparece el volcán y sus tiempos y sus ganas de color azul y de frotarse las pupilas y las partes carrasposas del cuerpo. ¿De qué sirve leer un gran poema en una hamaca si no es para leérselo en voz alta a otra persona que va enredando sus pies en tu cuerpo mientras van sonando los versos y la espuma?, y ese tipo de preguntas aparecen. Entonces la guerra: uno respira, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… y piensa, solamente, en la propia respiración, y uno no se deja sacar de ahí, y uno va ganando la pelea hasta volver, otra vez, más tranquilo, al silencio del machete de la esquina y a los carros burbuja y a la geometría del agua salada.
      Como la historia de las ideas es el rencor de los solitarios, hay algunas reglas, diseñadas con el rencor de los solitarios, para poder quedarse en ese lugar, ahí, pasando tardes y tardes y tardes y tardes, y mañanas y mañanas y mañanas y mañanas, en la cabaña del borde del mar. En realidad, aparte de cómo llegar, hay sólo una regla: si alguien, sea quien sea, lleva a otra persona a ese lugar, sea quien sea, el lugar se empieza a esfumar con el torbellino del tiempo y de las nubes anaranjadas. Cada minuto que estén dos (o más) personas juntas en el lugar (en el mismo lugar del lugar) se desaparece un cincuentavo (1/50) del espacio y del tiempo y de la gravedad y de la vida y de los objetos y de la música y de las moléculas. Ciencias fáciles: si uno pasa 50 minutos ahí con otra persona (o personas) el acceso al lugar se va para siempre. Humanidades fáciles: si uno pasa, digamos, 16 minutos en el lugar con otra persona (o personas) se podría perder, para siempre, el acceso a algunos de los detalles más perfectos que hacen que ese lugar sea ese lugar.
    La regla no supone ningún problema, por supuesto, porque ese lugar sólo nos interesa a las personas muy solas. Pero bueno, hay huecos del tamaño del corazón de las ballenas, piscinas del tamaño de las tripas, olores del tamaño de la electricidad, matas verdes del tamaño de los niños descalzos, cohetes del tamaño de los cangrejos, tristezas del tamaño del sudor. 
         Yo ya pensaba, después de pasarme años y años pintando dibujos en cuadernos, rencores de los solitarios, que las preguntas que aparecían en los volcanes del tiempo (¿de qué sirve leer un poema si no es para leérselo a alguien?, etcétera, etcétera) eran, ya, puras bobadas del jardín de la mente, pura cursilería que había aprendido (heredado) de pasarme todas las noches, cuando era niño, viendo telenovelas con mamá. Pero aquí va la cosa:
     en los tiempos más solitarios de los tiempos más solitarios, hace todavía muy poco, cuando mi vida era sólo películas viejas y visitas al lugar y libros medievales sobre meditación y enciclopedias de animales fantásticos, empezamos, ella y yo, así de la nada, a escribirnos cartas. Dos dementes, con los pulmones rotos, escribiéndose cartas y cartas y cartas sobre música, sobre malos chistes, sobre la muerte, sobre el teatro del siglo XX. Las mañanas, sin dinero, con muy poco trabajo de la vida real, se me pasaban todas escribiéndole cartas y buscando nuevas canciones y recogiendo mangos y flores y corazones negros.
“¿Sabías que yo nací en un isla?”, le dije una vez en una carta.  
“No sabía. Pensé que eras de Bogotá. ¿En qué isla naciste?”, me dijo ella.
“Es una isla secreta. Es un lugar de calles blanditas que suenan a la palabra “pájaro” y burbujas y orillas. El lugar vive en la parte de adentro de lo más atrás de mi cráneo”.

“¿Y yo podría ir a ese lugar, conocerlo?”.

“No, mi amor, es un lugar para la gente sola, y tú eres un pulpo del tamaño de los pulpos, eres la palabra albaricoque, eres como pensar en ser un cigarrillo, un humo, eres dieciocho teorías del actor, eres un estiquer de carita feliz, un estiquer de carita confundida, un tatuaje de serpiente con carita al revés, eres una llamada al cosmos sabiendo que no va a responder, una llamada al cosmos sabiendo que sí va a responder, eres el mar, mi amor, eres los ojos de los perros, eres el teatro”.

“Está bien, nene, no me lleves a tu isla. Creo que lo puedo entender perfectamente”.

     Y siguieron, como terremoto en la ducha, como bomba atómica en la nevera, como cocodrilos en las latas de cerveza, las mañanas de cartas y música y sudor y flores y mangos y corazones negros. Y ya, muchos meses después de la primera carta, las películas viejas y los libros medievales y los animales fantásticos empezaron, cómo decir, a borrarse un poco, a perder el sentido, a perder el alma. ¿De qué sirve Chaplin, yo aquí en este cuartico, si no es para decirle a mi amor que existe Chaplin? Y mi cerebro: “No, no, no, puras preguntas maricas, es pura telenovela barata de los noventas, Chaplin existe y punto, y está bien uno quedarse en su cama, lleno de pizza, viendo a Chaplin sin que ella se entere de que existen esas felicidades mías de ver cómo con media mueca de la cara de Chaplin se dicen doscientas veintidós mil millones de cosas”. Ya, ya.
Y cartas. Y cartas. Y más meses y más mañanas y más cohetes y más bombas atómicas y mangos. Y los poemas que yo leía en mi hamaca blanca, puro vapor. Y rascarme la planta de los pies y escuchar a los animales de colores que ya casi no existen, puro vapor. ¿A dónde se va todo? ¿A dónde se va el olor a sopa y a pasto y a lluvia y a panadería? ¿A dónde vuelan las cosas?, ¿a dónde vuela la tinta?
    Entre carta y carta, destapamos una botella de vodka y hablamos de Saturno y de todas las cosas redondas del mundo. Círculos. Hablamos de irnos a vivir a los anillos de Saturno y construir un teatro para quedarnos dormidos en los colchones de madera y chicle. Yo escribía y dibujaba las obras de la galaxia y ella las actuaba y las bailaba y se hacía una bolita de cine en la parte plana del sistema solar.
“¿Quieres conocer mi lugar?”, le dije un día después del tatuaje de Saturno.

“Sí, mi amor, quiero conocer tu lugar”.

       Sus manos de bruja me hacían temblores de olas y arena en la parte de atrás de mis rodillas. Ya estaban las luces apagadas, la cortina cerrada, el ventilador, la lamparita de leer apuntando al techo. Nos enrollamos juntos en las sábanas y le mostré, dándole besos en la parte de adentro de los ojos, la técnica de la respiración. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… 
  Adentro de una burbuja, viendo los olores, oliendo los animales de colores que ya casi no existen, en mil trecientos idiomas muertos, le conté la regla de la soledad. Por cada minuto que estemos juntos aquí, se desaparece (el acceso) un cincuentavo de lugar. “No quiero que se desaparezca ni un milímetro de cincuentavo de tu lugar, mi amor, vámonos ya de acá”. Yo estaba en el silencio, sólo la miraba mirar y le dibujaba, con un marcador negro, los anillos de Saturno en sus brazos. “Me duele todo el cuerpo –me dijo ya tirados en la hamaca blanca–, como si me estuviera muriendo de amor”. Yo cogí un libro de una bolsa del color de los árboles sin flores y empecé a leer un poema largo sobre el número dos y sobre un barquito de papel que se va derritiendo en el cuerpo de los vikingos. Ella iba enredando sus piernas y sus nalgas en mis tatuajes, y veía, llena de espuma por dentro, cómo se iba desapareciendo el mundo cada vez que pasaba un minuto. Yo le acariciaba los pies y seguía con mis ojos en el poema y en el barquito de papel que iba flotando en las márgenes de la tinta.
   Cuando terminé de leer, y guardé el libro de nuevo en la bolsa, todavía quedaban algunas cosas del lugar: la hamaca, la manguera, una parte de la orilla del mar, las nubes. Ella puso su espalda en mi pecho y yo le peinaba el pelo y las cejas y pasaba las manos por su ombligo mientras veíamos cómo las últimas cosas se convertían en la palabra vapor, en la nada. Cerramos los ojos, y ya está, los abrimos en mi cama, enrollados en las sábanas. Nos secamos el sudor el uno en el otro, nos bañamos escuchando In Rainbows de Radiohead, pedimos una pizza y vino blanco y nos pasamos toda la tarde viendo películas viejas. 
    Al otro día las cartas dejaron de llegar. Yo sí seguí escribiéndolas. Me gusta escribir cartas en las mañanas. Me gusta hacer café, prender un cigarrillo y escribirle.