Willem de Kooning, Excavación, 1950 |
“La historia
de las ideas es la
historia del rencor de los solitarios”.
Cioran.
historia del rencor de los solitarios”.
Cioran.
En la parte de adentro de lo más atrás
de mi cráneo hay un lugar que huele a sopa. Es un lugar lleno de idiomas
muertos; un lugar con animales de colores que ya casi no existen. El lugar
tiene calles blanditas que suenan a la palabra “pájaro”, tiene carros hechos de
burbuja y un mar. Hay, en el fondo del lugar, en el borde del agua, una cabaña
con una hamaca blanca para pasar las tardes leyendo poemas y rascándose las
plantas de los pies. Hay cigarrillos frescos, una manguera, una nevera de icopor
y, todas las mañanas, un plato de cereal de granos integrales de chocolate. Hay
un machete en la esquina izquierda de la cabaña y, a veces, sobre todo en las tardes
de la hamaca, ladran los animales grandes y suenan, en el viento caliente, los
animales pequeños. Huele, también, a pasto y a lluvia y a panadería.
Llegar a ese lugar tiene su parte fácil
y su parte difícil. Fácil por el método, difícil por el volcán que se forma en
el tiempo, en las moléculas.
El método: cierro las cortinas de la
ventana de mi cuarto y apago todas las luces excepto la lamparita para leer, la
luz tiene que quedar apuntando al techo. Queda todo amarillo y blanco y negro.
Me desnudo (quedo sólo en calzoncillos) y prendo el ventilador y me enrollo en
las sábanas. Hago una cueva lo suficientemente oscura para alejar a las moscas
pero lo suficientemente clara para seguir sintiendo la luz del techo del
cuarto. Ya enrollado en la cueva, empiezo a respirar tranquilo y a pensar,
solamente, en la respiración. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…
y otra vez, y otra vez, y otra vez. A
los 15 minutos empieza a oler a sopa y a lluvia y a pasto y a agua salada y a
cereal de chocolate y a mangueras y al color de la cerveza y de la brisa.
El volcán que se forma en el tiempo: quedarse
ahí, en la parte de adentro de lo más atrás de mi cráneo, es una guerra. El
lugar está hecho por personas muy
solitarias para que vivan personas muy solitarias. Todo está pensado para poder
estar ahí en uno mismo, en el silencio de uno mismo, rascándose las plantas de
los pies y leyendo poemas y escuchando el sonido de la espuma. Pero es que,
cómo les digo, a veces los lugares muy solos son lugares muy solos. Y aparece
el volcán y sus tiempos y sus ganas de color azul y de frotarse las pupilas y
las partes carrasposas del cuerpo. ¿De qué sirve leer un gran poema en una
hamaca si no es para leérselo en voz alta a otra persona que va enredando sus
pies en tu cuerpo mientras van sonando los versos y la espuma?, y ese tipo de
preguntas aparecen. Entonces la guerra: uno respira, uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho… y piensa, solamente, en la propia respiración, y uno
no se deja sacar de ahí, y uno va ganando la pelea hasta volver, otra vez, más
tranquilo, al silencio del machete de la esquina y a los carros burbuja y a la
geometría del agua salada.
Como la historia de las ideas es el rencor de
los solitarios, hay algunas reglas, diseñadas con el rencor de los solitarios,
para poder quedarse en ese lugar, ahí, pasando tardes y tardes y tardes y
tardes, y mañanas y mañanas y mañanas y mañanas, en la cabaña del borde del
mar. En realidad, aparte de cómo llegar, hay sólo una regla: si alguien, sea
quien sea, lleva a otra persona a ese lugar, sea quien sea, el lugar se empieza
a esfumar con el torbellino del tiempo y de las nubes anaranjadas. Cada minuto
que estén dos (o más) personas juntas en el lugar (en el mismo lugar del lugar)
se desaparece un cincuentavo (1/50)
del espacio y del tiempo y de la gravedad y de la vida y de los objetos y de la
música y de las moléculas. Ciencias fáciles: si uno pasa 50 minutos ahí con
otra persona (o personas) el acceso al lugar se va para siempre. Humanidades
fáciles: si uno pasa, digamos, 16 minutos en el lugar con otra persona (o
personas) se podría perder, para siempre, el acceso a algunos de los detalles
más perfectos que hacen que ese lugar sea ese lugar.
La regla no supone ningún problema, por supuesto,
porque ese lugar sólo nos interesa a las personas muy solas. Pero bueno, hay
huecos del tamaño del corazón de las ballenas, piscinas del tamaño de las
tripas, olores del tamaño de la electricidad, matas verdes del tamaño de los
niños descalzos, cohetes del tamaño de los cangrejos, tristezas del tamaño del sudor.
Yo ya pensaba, después de pasarme años
y años pintando dibujos en cuadernos, rencores de los solitarios, que las
preguntas que aparecían en los volcanes del tiempo (¿de qué sirve leer un poema
si no es para leérselo a alguien?, etcétera, etcétera) eran, ya, puras bobadas
del jardín de la mente, pura cursilería que había aprendido (heredado) de
pasarme todas las noches, cuando era niño, viendo telenovelas con mamá. Pero
aquí va la cosa:
en los tiempos más solitarios de los
tiempos más solitarios, hace todavía muy poco, cuando mi vida era sólo
películas viejas y visitas al lugar y libros medievales sobre meditación y
enciclopedias de animales fantásticos, empezamos, ella y yo, así de la nada, a
escribirnos cartas. Dos dementes, con los pulmones rotos, escribiéndose cartas
y cartas y cartas sobre música, sobre malos chistes, sobre la muerte, sobre el
teatro del siglo XX. Las mañanas, sin dinero, con muy poco trabajo de la vida
real, se me pasaban todas escribiéndole cartas y buscando nuevas canciones y
recogiendo mangos y flores y corazones negros.
“¿Sabías
que yo nací en un isla?”, le dije una vez en una carta.
“No
sabía. Pensé que eras de Bogotá. ¿En qué isla naciste?”, me dijo ella.
“Es
una isla secreta. Es un lugar de calles blanditas que suenan a la palabra
“pájaro” y burbujas y orillas. El lugar vive en la parte de adentro de lo más
atrás de mi cráneo”.
“¿Y
yo podría ir a ese lugar, conocerlo?”.
“No,
mi amor, es un lugar para la gente sola, y tú eres un pulpo del tamaño de los
pulpos, eres la palabra albaricoque, eres como pensar en ser un cigarrillo, un
humo, eres dieciocho teorías del actor, eres un estiquer de carita feliz, un
estiquer de carita confundida, un tatuaje de serpiente con carita al revés,
eres una llamada al cosmos sabiendo que no va a responder, una llamada al
cosmos sabiendo que sí va a responder, eres el mar, mi amor, eres los ojos de
los perros, eres el teatro”.
“Está
bien, nene, no me lleves a tu isla. Creo que lo puedo entender perfectamente”.
Y siguieron, como terremoto en la ducha, como
bomba atómica en la nevera, como cocodrilos en las latas de cerveza, las
mañanas de cartas y música y sudor y flores y mangos y corazones negros. Y ya,
muchos meses después de la primera carta, las películas viejas y los libros
medievales y los animales fantásticos empezaron, cómo decir, a borrarse un
poco, a perder el sentido, a perder el alma. ¿De qué sirve Chaplin, yo aquí en
este cuartico, si no es para decirle a mi amor que existe Chaplin? Y mi
cerebro: “No, no, no, puras preguntas maricas, es pura telenovela barata de los
noventas, Chaplin existe y punto, y está bien uno quedarse en su cama, lleno de
pizza, viendo a Chaplin sin que ella se entere de que existen esas felicidades
mías de ver cómo con media mueca de la cara de Chaplin se dicen doscientas
veintidós mil millones de cosas”. Ya, ya.
Y
cartas. Y cartas. Y más meses y más mañanas y más cohetes y más bombas atómicas
y mangos. Y los poemas que yo leía en mi hamaca blanca, puro vapor. Y rascarme
la planta de los pies y escuchar a los animales de colores que ya casi no
existen, puro vapor. ¿A dónde se va todo? ¿A dónde se va el olor a sopa y a
pasto y a lluvia y a panadería? ¿A dónde vuelan las cosas?, ¿a dónde vuela la
tinta?
Entre carta y carta, destapamos una botella
de vodka y hablamos de Saturno y de todas las cosas redondas del mundo.
Círculos. Hablamos de irnos a vivir a los anillos de Saturno y construir un
teatro para quedarnos dormidos en los colchones de madera y chicle. Yo escribía
y dibujaba las obras de la galaxia y ella las actuaba y las bailaba y se hacía
una bolita de cine en la parte plana del sistema solar.
“¿Quieres
conocer mi lugar?”, le dije un día después del tatuaje de Saturno.
“Sí,
mi amor, quiero conocer tu lugar”.
Sus manos de bruja me hacían temblores de
olas y arena en la parte de atrás de mis rodillas. Ya estaban las luces
apagadas, la cortina cerrada, el ventilador, la lamparita de leer apuntando al
techo. Nos enrollamos juntos en las sábanas y le mostré, dándole besos en la
parte de adentro de los ojos, la técnica de la respiración. Uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete, ocho…
Adentro de una burbuja, viendo los olores,
oliendo los animales de colores que ya casi no existen, en mil trecientos
idiomas muertos, le conté la regla de la soledad. Por cada minuto que estemos
juntos aquí, se desaparece (el acceso) un cincuentavo de lugar. “No quiero que
se desaparezca ni un milímetro de cincuentavo de tu lugar, mi amor, vámonos ya
de acá”. Yo estaba en el silencio, sólo la miraba mirar y le dibujaba, con un
marcador negro, los anillos de Saturno en sus brazos. “Me duele todo el cuerpo
–me dijo ya tirados en la hamaca blanca–, como si me estuviera muriendo de
amor”. Yo cogí un libro de una bolsa del color de los árboles sin flores y
empecé a leer un poema largo sobre el número dos y sobre un barquito de papel
que se va derritiendo en el cuerpo de los vikingos. Ella iba enredando sus piernas
y sus nalgas en mis tatuajes, y veía, llena de espuma por dentro, cómo se iba
desapareciendo el mundo cada vez que pasaba un minuto. Yo le acariciaba los
pies y seguía con mis ojos en el poema y en el barquito de papel que iba flotando
en las márgenes de la tinta.
Cuando terminé de leer, y guardé el libro de
nuevo en la bolsa, todavía quedaban algunas cosas del lugar: la hamaca, la
manguera, una parte de la orilla del mar, las nubes. Ella puso su espalda en mi
pecho y yo le peinaba el pelo y las cejas y pasaba las manos por su ombligo
mientras veíamos cómo las últimas cosas se convertían en la palabra vapor, en
la nada. Cerramos los ojos, y ya está, los abrimos en mi cama, enrollados en
las sábanas. Nos secamos el sudor el uno en el otro, nos bañamos escuchando In Rainbows de Radiohead, pedimos una
pizza y vino blanco y nos pasamos toda la tarde viendo películas viejas.
Al otro día las cartas dejaron de
llegar. Yo sí seguí escribiéndolas. Me gusta escribir cartas en las mañanas. Me
gusta hacer café, prender un cigarrillo y escribirle.
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