sábado, 9 de diciembre de 2017

CUENTO TRISTE Y CORTO

Sin título. Rothko. 


    Yo sé que en literatura, según dicen los que saben del tema, no es muy bueno lloriquear.
  Los expertos dicen que un escritor llorón, quejumbroso, carece de elegancia, de sofisticación estética. Dicen los expertos que un buen texto no debe ser literal con las lágrimas del yo. 

   Y sí, es un poco cierto todo eso. A quién le va importar saber que el otro anda triste. Todos andamos tristes. Cuénteme algo nuevo, señor escritor.

   Pero bueno. Como este es mi mundo, y yo hago lo que quiera con mi cuaderno y mi lapicero, y como ningún experto en literatura lee mis cuentos, y como yo escribo para desbloquear un poco tanta energía psíquica oscura que se me va acumulando en las honduras de mis órganos, voy a contar este cuento para llorar. Para intentar curarme de la tristeza.

   Si usted es un experto en literatura, sería mejor que no leyera este cuento. Me parecería menos doloroso que no lo leyera a que lo leyera y que después se pusiera a decir que los muchachos que andamos escribiendo hoy en día somos tan narcisistas que creernos que a la gente le importa saber si estamos tristes o si tenemos ganas de salir a bailar. Si usted lee este cuento y se pone a comentarlo con sus amigos intelectuales, yo me pondría más triste de lo que estoy y, la verdad, no tengo la fuerza para ponerme más triste de lo que estoy. No lo lea y punto, amigo experto en literatura.

Aquí va, entonces:

   Me siento muy muy muy triste. Y por eso escribo un cuento triste y corto. Escribo un cuento triste y corto para desbloquear un poco tanta energía oscura acumulada. También escribo un cuento triste y corto por puras ganas de decirle a todo el mundo que me siento triste y corto y solo y que no me gusta estar ni triste ni solo ni corto. Me gustaría mucho más estar feliz y largo porque es más divertido estar feliz y largo. Me gustaría más estar acompañado porque es más divertido estar acompañado.

   Siento que no me quieren y que estoy muy triste y muy solo y escribo este cuento para que la gente que lo lea me acompañe y le dé un beso con lengua a mis costillas tristes y solas. Hace un mes dejé de tomarme las pastillas antidepresivas y hace dos meses me abrieron la piel y me sacaron mi corazón morado y lo pusieron en un plato blanco y lo cortaron en dieciséis pedazos y me dijeron que sólo me podía quedar con la parte más chiquita que había quedado de mi corazón morado.

    Como estoy muy triste y muy solo y sólo tengo la parte más chiquita de mi corazón morado adentro de mi cuerpo, y como estoy sin pastillas antidepresivas, entonces estoy intentando un método para curarme. Estoy usando esta enfermedad mental llamada literatura. “La enfermedad mental de la literatura tranquila y corta”, le digo yo.

    El método es corto y sencillo y tranquilo. Es así: usted lee este cuento. De tanto que el cuento dice que yo estoy triste y solo, usted se da cuenta de que yo estoy triste y solo. Usted cierra los ojos y dice en su cabeza: “Pobrecito este muchacho, está muy triste y muy solo. Voy a volver a leer el cuento para acompañarlo. Voy a volver a leer el cuento para que sienta mi energía feliz. Voy a volver a leer el cuento para que el pedazo más chiquito de su corazón morado vaya creciendo con lentitud y tranquilidad”. Y usted vuelve a leer el cuento y yo lo voy sintiendo a usted de una manera lenta y tranquila. Voy sintiendo, mientras usted lee el cuento por segunda vez, que mi pedazo pequeño de corazón morado se va llenando del vapor de su energía feliz. Y poco a poco me voy quedando dormido, leyendo los secretos del techo. Voy, poco a poco, pensando en una canción de Robi Draco Rosa y en las partes menos tristes de las cartas de Van Gogh.


   Es un buen método, creo yo. Pero bueno, estoy ya muy cansado de escribir este cuento. A ustedes les puede parecer muy corto, pero a mí ya me parece que está más largo de lo que debería estar. Algunos expertos en psicología y en estética dicen que la tristeza es un buen motor para la escritura, yo digo que los que dicen eso no saben lo que es la tristeza. O, mejor dicho, no saben lo que es la escritura.        

martes, 30 de mayo de 2017

CÍRCULOS



Simultáneos, Joel Grossman.



Me dan ganas de pintar una libélula anaranjada en la pared de mi cuarto. Compro pintura anaranjada. Pinto la libélula. Me quedo dormido escuchando el viento del ventilador que le va pegando suavecito a una lata de cerveza. Pasa una pulga.

Me levanto. Tomo agua de la llave. Me como un pedazo de salchichón con Coca-Cola Light caliente. Veo la mitad de un documental sobre un transexual brasilero que dibuja historietas. Me aburro. La llamo.

Me dice que me lo jura que no se va a volver a enamorar de su exnovio. No le creo, pero me hago el que sí. Llego a su casa, nos tomamos una cerveza fría, calentamos un arroz con pollo y una arepa de maíz. “Vamos al cine, o a emborracharnos. Qué aburrimiento tan tremendo, qué calor tan tremendo”, le digo. “Hagamos los dos. Primero cine y después emborracharnos”, me dice. Hacemos los dos: pagamos 24.000 pesos por ver La bella y la bestia con la muchacha de Harry Potter, nos comemos una hamburguesa, leemos poemas en internet para pasar más tiempo en el aire acondicionado, compramos una botella de aguardiente, salimos del centro comercial.

Bailamos. Ella baila, yo me hago el que bailo pero en realidad la miro bailar. Suena una salsa de motel, nos reímos de la primera vez que fuimos al motel de la 75. Yo olía a tierra mojada y a botas de obrero, según ella. Ella olía a wisqui con aguacate, según yo. Todo, en la vida real, olía a látex y a sábanas rosadas, pero es más lindo pensar en wisqui, en tierra mojada, en botas de obrero, en aguacate.

Apagan la música. Nos terminamos el aguardiente en el andén. (Ella no dice “andén”, dice “bordillo”, o algo así). Me dice, ya borrachita, que vayamos a esa tienda lejos donde venden shots de tequila a 4.000. Vamos. Nos tomamos cinco tequilas de 4.000. Estamos bastante tomados, diría yo. Ella habla de que en el fútbol, por ejemplo, puede existir una mujer que juegue de líbera capaz de partirle los tobillos a un hombre que juegue de delantero. Yo le digo que eso es imposible, que una mujer no tiene la fuerza para romperle los tobillos a un hombre. Ella me dice que me va a partir las rodillas de un puño. Yo le digo que eso sería imposible, que ni siquiera un señor que haga CrossFit puede romperle las rodillas a alguien, que las rodillas ni siquiera son huesos como los tobillos o como la tibia y el peroné. Le hablo de la Velvet Underground, me invento algunas cosas sobre la vida de Stalin.

Hacemos una apuesta: “Te apuesto a que adivino qué libros están exhibidos en la librería de enfrente”. “Dale”. “El que adivine más libros le gasta al otro una comida con mariscos y vino blanco y todo eso”. “Dale”. Yo digo los primeros libros malos que se me vienen a la cabeza. Ella piensa mejor: dice los libros malos que se han publicado últimamente: #HolaSoyDanny, de Daniel Samper; En honor a la verdad, de Vicky Dávila; Silabario del camino, de Juan Manuel Roca; etc. Cruzamos la calle y miramos la vitrina de la librería. Me gana la apuesta (adivina dos. Yo no adivino ninguno). Le debo una comida con mariscos y vino blanco y todo eso.

Nos sentamos otra vez en la tienda. Pedimos otro tequila. Le recuerdo que yo estaba en esa mesa de al lado cuando la vi cogida de la mano de su exnovio. Le recuerdo lo triste que me había puesto cuando la vi. Le digo que hasta me tocó ir al baño a echarme agua en la cara. Le digo que ese día se veía feliz, mucho menos aburrida que ahora. Le digo que con su exnovio no se le veían los ojos cansados de tanto leer poemas en internet. “¿Confías en mí, me crees que estoy más enamorada de ti que de él?, me pregunta. “No, no confío en ti, la verdad. Pero igual quiero estar contigo y chuparte los pies por las mañanas”. (Todo este diálogo suena a una telenovela, pero así pasó de verdad. Supongo que no todos los diálogos del mundo tienen que ser obras maestras).

Se pone brava conmigo. Deja 20.000 pesos en la mesa, sale de la tienda y para un taxi. Me dice que no quiere estar conmigo si sigo creyendo que está enamorada de su ex. Le digo que es imposible, que puedo disimularlo (si quiere), pero que no puedo dejar de pensar en que está enamorada de su ex. Se va. Yo pido otro tequila. Me fumo un Lucky Strike y trato de acordarme de la clase de geometría mirando las formas de las nubes. Pido otro tequila. Me aburro. Me fumo otro Lucky Strike. Voy al baño. Me veo gordo. Vomito. Pido un taxi. Me dan agua de la llave.

Me tiro en el colchón a terminar el documental sobre el transexual brasilero que dibuja historietas. Me aburro. Me quedo dormido escuchando el viento del ventilador que le va pegando suavecito a una lata de cerveza. Me levanto a las 6:00 am. Tomo agua de la llave. Me dan ganas de pintar la cara morada de René Descartes en la pared de mi cuarto. Compro pintura morada. Pinto a René Descartes. Me quedo dormido escuchando el viento del ventilador que le va pegando suavecito a una lata de cerveza. Pasa una pulga.

Me levanto. Tomo agua de la llave. Me como un pedazo de salchichón con Coca-Cola Light caliente. Veo la mitad de un documental sobre un señor que tiene una granja y mata su propia comida. Me aburro. La llamo.


Me dice que me lo jura que no se va a volver a enamorar de su exnovio. No le creo, pero me hago el que sí. Llego a su casa, nos tomamos una cerveza fría, calentamos unas lentejas y picamos un tomate casi podrido. “Vamos al cine, o a emborracharnos. Qué aburrimiento tan tremendo, qué calor tan tremendo”, le digo. “Hagamos los dos. Primero cine y después emborracharnos”… 

jueves, 5 de enero de 2017

POLVO

La elección, Victor Brauner. 



Este cuentico va dedicado al personaje
principal de
El castillo de Kafka.






    Ya con el corazón convertido en miles de polvos de colores, parecido a una bolsa de ese polvito que comprábamos a 300pesos en la tienda de la esquina (¿Minisigüí, Minisikuí?), ya con el corazón parecido a los huesos pulverizados que le quedaron a mi hermanito en su muñeca después de haberse caído de un balcón, polvo, Pregúntenle al polvo,  polvo de colores pastel, color mariguana, color antología bilingüe de los poemas más tranquilos de William Carlos Williams…ya con el corazón, el polvo de corazón, en un plato de porcelana o en una olla plateada para hacer espagueti, decidí, ya cansado, agotado, buscar algo de ayuda.

   “No tengo más las fuerzas para cuidarme a mí mismo, no tengo más las fuerzas para intentar pegar estos polvitos de colores y ponerlos de nuevo sólidos, uno, para tratar de meterlo, uno, de nuevo en su lugar. ¿Conoce usted a alguien que me pueda ayudar a no ahogarme por las noches vomitando mi propio polvo de colores pastel? Es que me levanto un poco triste, todo chorreado de mi propio músculo de los músculos, todo aguamarina, anaranjado, verde mariguana, morado con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, olor a Menticol, a Icopor; sabor a pulpo, a patacón, a vino blanco, a jugo de melón”, le dije al viejo Ramón en un café de la calle 84, mirándolo un poco a él pero mirando, más bien, el humo de madera que le pasaba flotando por sus ochenta y cinco ojos que todavía le quedan debajo de las gafas, que en español se le dice anteojos y muchas cosas más. “Yo no sé nada del amor, mijo –me dijo el viejo Ramón– , pero conozco a un poeta ruso, un gran maestro, que te puede ayudar a sanar”. Y me escribió la dirección en un papelito. Quedaba ahí, en mi mismo pueblo.

    Salí en el bus amarillo y vi, allá, las casitas detrás del mar, allá, el pueblo del poeta que era mi mismo pueblo, y la música duro, y el aire en mis ojos duro, y los huecos de la carretera duros. En el bolsillo del bluyín, los poemas de William Carlos Williams. En la mano derecha, el plato repleto de polvitos de colores (mi músculo). En la mano izquierda, unas flores para el poeta y el papelito que me había escrito el viejo Ramón. 

     Bajarse del bus amarillo, y el sudor, y el malecón ahí de frente y la camiseta mangasisa ya manchada de todos los poemas. Parar cualquier moto, 1.000pesos, y salir derecho por el malecón destruido de tanta sal y de tantos perros mojados, y sentir, con cada ola, con cada espuma (más bien), el sabor a galleta de aguardiente que queda en la boca después de haber vomitado tanto polvo, tanto hueso, tantas ganas de mirar juntos (el amor) la pastilla azul que se le echa al inodoro para que quede todo azul, el agua azul, la espuma azul, y el orín lo convierte todo en verde y bajamos juntos la cadena y todo, ¡hermoso!, se llena de azul otra vez. Casi para siempre.

    Bajarse de la moto, pagar los mil, y entrar por el jardín de la casa del poeta ruso. Y él ahí, comiendo schi, con su cresta rusa untada de schi, sentado en la mecedora, con sus aretes dorados y su uniforme militar. “Buenas tardes, maestro. Aquí le traje estas flores, están lindas, huelen a pájaros. Maestro, el viejo Ramón me dio su dirección, vengo a que me ayude a pegar este polvo de colores que traigo aquí en este platico, quiero metérmelo de nuevo en mi cuerpo, vengo a que me ayude a poder volver a dormir, tengo muchas ganas de comer bien y que las cosas me sepan a comida, no al espíritu de un pulpo o de un vino blanco o de un patacón. Necesito un poco de ayuda, maestro”.

– Hola, muchacho, tienes cara de enfermo, ¿cuánto dinero tienes en este momento?, ¿cuántas ganas tienes de formar una familia de bien?-, dijo el poeta ruso comiéndose una cantidad enorme de schi con una cuchara de palo.

  Pues, maestro, casi llegando a cero en cuanto a lo del dinero. Y, pues, casi llegando a cero en cuanto a lo de la familia de bien-, le dije con las pestañas perdidas en el infinito de su sopa.

– Entonces olvídate de las mujeres, de todas, y empieza a trabajar en el gran arte de lo masculino. Deja que te viole un negro y ámalo, entiéndelo, trata, poco a poco, de entender el amor de los hombres. Conecta con los hombres, ama a los hombres, besa a los hombres; deja que te toquen a ti, que te besen, que te abracen por la espalda… Haz lo que te digo y, como magia, se va a ir pegando el polvo que traes en el plato. Después, cuando esté sólido, ven aquí y yo te lo vuelvo a meter en el pecho. Tráeme el polvo completamente compacto y yo con mucho gusto te hago la operación.   


    …y salí de ahí en una balsa de guadua, y la moto de nuevo, los mil, el sabor a galleta de aguardiente que trae la espuma, el bus amarillo, la música, la camiseta mangasisa regada de poemas. Y llegar, de nuevo, al café de la 84 donde me estaba esperando el viejo Ramón. Expresso doble color café remolino, negro remolino, negrocafé remolino. Ir cerrando los ojos, el mareo del sueño, y tumbar la cara en el platico lleno de polvos y mancharse los cachetes y las pestañas de colores… por fin dormir. Ahí en la mesa del café con la cara embutida en mi propio músculo, dormir, dormir, dormir… “Mijo, mijo, soy yo el que me quedo dormido en estas reuniones, no tú. Estás muy cansado, mijo, ¿qué necesitas?, ¿para qué me citaste aquí? Me estabas hablando de un polvo de no sé qué colores, ¿cómo que vomitar polvo?, ¿cómo que chorreado de tu músculo?, ¿de qué me estabas hablando? Descansa, mijo, ve a un doctor”. 
“¿Qué día es hoy, Ramón? Estoy un poco perdido. ¿Usted no tiene, por casualidad, el teléfono de un buen psiquiatra?”.
“Descansa, mijo, descansa, aprovecha estos diítas de enero que no hay trabajo. Está muy lindo este regalo de los poemas de Williams, lo leeré con juicio y te cuento. Vete para la casa, mijo, descansa, mañana te paso el teléfono de un buen doctor. Tranquilo, descansa”.