Simultáneos, Joel Grossman. |
Me dan ganas de pintar una libélula anaranjada en la pared de mi cuarto. Compro pintura anaranjada. Pinto la libélula. Me quedo dormido escuchando el viento del ventilador que le va pegando suavecito a una lata de cerveza. Pasa una pulga.
Me levanto. Tomo agua de la llave. Me como un
pedazo de salchichón con Coca-Cola Light caliente. Veo la mitad de un
documental sobre un transexual brasilero que dibuja historietas. Me aburro. La
llamo.
Me dice que me lo jura
que no se va a volver a enamorar de su exnovio. No le creo, pero me hago el que
sí. Llego a su casa, nos tomamos una cerveza fría, calentamos un arroz con
pollo y una arepa de maíz. “Vamos al cine, o a emborracharnos. Qué aburrimiento
tan tremendo, qué calor tan tremendo”, le digo. “Hagamos los dos. Primero cine
y después emborracharnos”, me dice. Hacemos los dos: pagamos 24.000 pesos por
ver La bella y la bestia con la muchacha
de Harry Potter, nos comemos una hamburguesa,
leemos poemas en internet para pasar más tiempo en el aire acondicionado,
compramos una botella de aguardiente, salimos del centro comercial.
Bailamos. Ella baila, yo
me hago el que bailo pero en realidad la miro bailar. Suena una salsa de motel,
nos reímos de la primera vez que fuimos al motel de la 75. Yo olía a tierra
mojada y a botas de obrero, según ella. Ella olía a wisqui con aguacate, según yo. Todo, en la vida
real, olía a látex y a sábanas rosadas, pero es más lindo pensar en wisqui, en
tierra mojada, en botas de obrero, en aguacate.
Apagan la música. Nos terminamos el
aguardiente en el andén. (Ella no dice “andén”, dice “bordillo”, o algo así). Me
dice, ya borrachita, que vayamos a esa tienda lejos donde venden shots de
tequila a 4.000. Vamos. Nos tomamos cinco tequilas de 4.000. Estamos bastante
tomados, diría yo. Ella habla de que en el fútbol, por ejemplo, puede existir
una mujer que juegue de líbera capaz de partirle los tobillos a un hombre que
juegue de delantero. Yo le digo que eso es imposible, que una mujer no tiene la
fuerza para romperle los tobillos a un hombre. Ella me dice que me va a partir
las rodillas de un puño. Yo le digo que eso sería imposible, que ni siquiera un
señor que haga CrossFit puede romperle las rodillas a alguien, que las rodillas
ni siquiera son huesos como los tobillos o como la tibia y el peroné. Le hablo
de la Velvet Underground, me invento algunas cosas sobre la vida de Stalin.
Hacemos una apuesta: “Te
apuesto a que adivino qué libros están exhibidos en la librería de enfrente”. “Dale”.
“El que adivine más libros le gasta al otro una comida con mariscos y vino
blanco y todo eso”. “Dale”. Yo digo los primeros libros malos que se me vienen
a la cabeza. Ella piensa mejor: dice los libros malos que se han publicado últimamente:
#HolaSoyDanny, de Daniel Samper; En honor a la verdad, de Vicky Dávila; Silabario del camino, de Juan Manuel
Roca; etc. Cruzamos la calle y miramos la vitrina de la librería. Me
gana la apuesta (adivina dos. Yo no adivino ninguno). Le debo una comida con
mariscos y vino blanco y todo eso.
Nos sentamos otra vez en
la tienda. Pedimos otro tequila. Le recuerdo que yo estaba en esa mesa de al
lado cuando la vi cogida de la mano de su exnovio. Le recuerdo lo triste que me
había puesto cuando la vi. Le digo que hasta me tocó ir al baño a echarme agua
en la cara. Le digo que ese día se veía feliz, mucho menos aburrida que ahora.
Le digo que con su exnovio no se le veían los ojos cansados de tanto leer
poemas en internet. “¿Confías en mí, me crees que estoy más enamorada de ti que
de él?, me pregunta. “No, no confío en ti, la verdad. Pero igual quiero estar
contigo y chuparte los pies por las mañanas”. (Todo este diálogo suena a una
telenovela, pero así pasó de verdad. Supongo que no todos los diálogos del
mundo tienen que ser obras maestras).
Se pone brava conmigo.
Deja 20.000 pesos en la mesa, sale de la tienda y para un taxi. Me dice que no
quiere estar conmigo si sigo creyendo que está enamorada de su ex. Le digo que
es imposible, que puedo disimularlo (si quiere), pero que no puedo dejar de
pensar en que está enamorada de su ex. Se va. Yo pido otro tequila. Me fumo un
Lucky Strike y trato de acordarme de la clase de geometría mirando las formas
de las nubes. Pido otro tequila. Me aburro. Me fumo otro Lucky Strike. Voy al
baño. Me veo gordo. Vomito. Pido un taxi. Me dan agua de la llave.
Me tiro en el colchón a
terminar el documental sobre el transexual brasilero que dibuja historietas. Me
aburro. Me quedo dormido escuchando el viento del ventilador que le va pegando
suavecito a una lata de cerveza. Me levanto a las 6:00 am. Tomo agua de la
llave. Me dan ganas de pintar la cara morada de René Descartes en la pared de
mi cuarto. Compro pintura morada. Pinto a René Descartes. Me quedo dormido
escuchando el viento del ventilador que le va pegando suavecito a una lata de
cerveza. Pasa una pulga.
Me levanto. Tomo agua de
la llave. Me como un pedazo de salchichón con Coca-Cola Light caliente. Veo la
mitad de un documental sobre un señor que tiene una granja y mata su propia
comida. Me aburro. La llamo.
Me dice que me lo jura
que no se va a volver a enamorar de su exnovio. No le creo, pero me hago el que
sí. Llego a su casa, nos tomamos una cerveza fría, calentamos unas lentejas y
picamos un tomate casi podrido. “Vamos al cine, o a emborracharnos. Qué
aburrimiento tan tremendo, qué calor tan tremendo”, le digo. “Hagamos los dos.
Primero cine y después emborracharnos”…
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