Autorretrato tirando del párpado hacia abajo, Egon Schiele. |
“And
I'll tell it and think it and speak it and breathe it
and
reflect it from the mountain so all souls can see it
then
I'll stand on the ocean until I start sinkin'
but
I'll know my song well before I start singin' ”
Bob Dylan.
“Hermano, a usted se le olvidó
el arte de levantar hembritas. Está viejo, mi pez, qué tristeza, porque en sus
épocas usted era un tigre con las chicas.
¿Qué es lo que le está pasando? Yo no quiero que me pase eso cuando llegue a su
edad. Dígame por qué se ha vuelto así para
yo no imitarlo cuando cumpla mis treinta y pico”.
Ese diálogo que intenté
reproducir en el párrafo anterior (o algo muy parecido) me lo dijo mi hermano
menor en el Café Comercial. 10:00am, todos tomaban café con leche, nosotros
tomábamos vodka con soda. Puro viejito leyendo el periódico en las otras mesas.
En nuestra mesa estábamos sólo mi hermano y yo, sin periódicos, hablando de
todo eso; dos horas y pico de regaños, de “Si quiere yo le vuelvo a enseñar
cómo es que se conquista”, y ese tipo de cosas. El argumento de mi hermano era
sencillo: “Es que usted se está volviendo cada vez más marica. Cada vez menos
comunista, cada día más preocupado por los pelos que le salen entre ceja y
ceja, cada vez más llorón en el cine (hace unos años usted hubiera odiado esa
película horrible de Lady Gaga, ahora dice que es “una peli linda”). Qué es esa
maricada, mi pez”.
Y el argumento seguía y seguía
igual de sencillo y de sabio: “Entienda, Osquítar, por favor, que a las mujeres
no les gusta que usted les escriba cosas de amor y que les pinte retratos y
esas cosas todas desbordadas que usted anda haciendo. Yo no sé por qué se le ha
olvidado eso últimamente, por eso es que lo andan rechazando todo el tiempo.
Lección número uno (usted me la enseñó cuando yo era chiquito): no muestre el
hambre. Lección número dos: no muestre el hambre. Lección número tres: no
muestre el hambre”. Y yo: “Hermanito, es
que no es hambre lo que tengo. Es otra cosa. Es como un amor, como unas hormigas”.
Y él: “¿Ve lo que le digo?, se está volviendo cada vez más marica”. Y yo:
“Tiene razón, tiene razón. Voy a tratar de volver a mi personajito de chico
rudo a ver si me vuelven a querer”. Y él: “Deje el drama. Sólo no muestre el
hambre, y ya está. Escriba cuentos policiacos, escriba esas cosas de borrachos
que usted escribía antes, pinte sus historietas desquiciadas (¡por favor, no
más dibujitos maricas!, ¡por favor, Óscar!, hágase un bien). Deje de enfocar
todo su arte en eso que usted llama “amor”. Eso no es amor, es pura mariquera.
A las nenas les gusta que las ignoren”. Y yo: “Está bien, está bien, tiene
razón”.
Y llegué a mi casa, hoy, justo
después del Café Comercial, y me puse a escribir este cuento. Iba a ser un
cuento de borrachos, sin que ella apareciera por ningún lado. Por eso me
inventé que estábamos tomando vodka con soda en vez de café (en realidad
estábamos tomando expresso y cruasán). Íbamos a terminar, en este cuento, todos
borrachos escuchando La Polla Records en un bar de los barrios bajos de Madrid.
Después nos íbamos a encontrar a un muerto y algo todo macho iba a pasar con
ese muerto. No sé muy bien por dónde iba la cosa, pero iba a haber un muerto y
nuestros personajes se iban a comportar como todos unos machotes. Mi personaje,
Óscar Graff, iba a despinchar la llanta de un carro en menos de un minuto, y
después iba a terminar con un montón de chicas y de drogas y de cosas machas. O
algo así.
Pero bueno, como ya se habrán
dado cuenta, no va a haber ni borrachos ni muertos en este cuento. No me está
saliendo. Y punto. No me sale un cuento rudo. Y punto. Y si se fijan bien, ella
ya apareció en el relato. Es un desastre todo esto. Un puto desastre.
Hace dos minutos me paré a
preparar más café, a ver si se me aceleraba más el corazón, a ver si podía
meter al muerto y a los borrachos y a los carros por algún lado, y cuando volví
al papel y al lápiz vi mi caja de pastillas antidepresivas, justo en frente del
papel, y me acordé de mi psiquiatra. En una de las terapias llegamos a una
conclusión bien solar. No me acuerdo si fue él el que la redactó o si fui yo,
pero era así: “Crecer significa ir pareciéndonos cada vez más a nosotros mismos”.
Suena cursi, sí, pero no es tan cursi: la idea es la siguiente: entre más uno
madura, más verga le vale decirle a la gente que uno sabe despinchar carros.
“Pues si no me van a querer porque soy muy marica, pues que no me quieran”,
pensé después de ver mis depresivas pastillas antidepresivas. Y aquí estoy
escribiendo este cuento marica, uno más para la colección. “Pues si no me van a
querer porque mi comunismo excesivo se ha ido disminuyendo, y quiero que los
gringos entren a Venezuela y maten a tanto bruto, pues que no me quieran”, “si no me van a
querer porque me parece lindo ver a Lady Gaga cantando con Bardley Cooper, pues
que no me quieran”.
Miren cómo va cambiando el tono
del cuento. Ya tiene ese matiz de lloriqueo y de drama del que habla mi
hermano: “pues que no me quieran, bla, bla, bla, ñi, ñi, ñi”. Y yo voy escuchando la voz de mi hermano en
el lápiz: “Deje el drama. Sólo no muestre el hambre, y ya está”, y mi mano va
peleando contra esa voz, no quiere que el cuento vuelva al tono machito, no
quiere meter hembras y carros y borrachos… y ahí sigue la pelea, y yo sólo voy
dejando que el lápiz haga lo que quiera, yo no me pienso meter en ese problema
literario. No sé cómo vaya a terminar este cuento, pero hay algo que ya es
seguro: es un cuento de amor. Qué desastre. Qué puto desastre.
Por lo que veo, por el resultado
de esa pelea entre mi mano y la voz sabia de mi hermano, y el rechazo femenino que
he sufrido gracias a mi mariquera, y todas esas peleas de “madurar es parecerse
a uno mismo, y yo mismo soy un mansito que se emociona con las películas de
Bradley Cooper”, el cuento va, por ahora, funcionando así: hay un muchacho de
treinta y pico de años que anda sufriendo porque cree que está enamorado y no
sabe qué hacer. El hermano menor le dice que el problema es la intensidad con
la que se está tomando las cosas, la mariquera esa de ir declarando el amor (en
los cuentos, en los dibujos), ignorando que el amor es un juego de poderes, que,
en una relación, el que menos muestre amor es el que va ganado el juego. Nuestro personaje, Óscar, sabe perfectamente
que las cosas funcionan así, pues era, en sus épocas, “un tigre con las chicas”
y todas esas cosas. Toma el consejo del hermano y se propone escribir un cuento
rudo que no hable de ella. Y ya. A la mitad del cuento, el escritor se da cuenta de que el
texto, en realidad, habla de ella y de que no tiene ganas de escribir cosas
machas para ganar en el juego de poderes del amor, porque ya Óscar está muy
crecidito para ir actuando que es un macho que sabe despinchar carros.
Ojo a esto: así ustedes no lo
crean, y así sea yo (el escritor del cuento) el que se los dice, este relato no
es tan malo como parece a simple vista. Hagamos crítica literaria y van a ver
que el cuento tiene su magia. Claro, es un cuento de amor, muy cursi y muy
marica (muy poco machito), pero tiene su magia. Miren: un lector inteligente
podría darse cuenta de que hay un juego extra-literario, un juego de la vida
real, que opera desde el principio del texto. El juego es así: en realidad este
cuento, desde el principio (vuelvan a leerlo y verán), es una declaración de
amor bastante sofisticada. Nos damos cuenta de que hay una “ella”, fantasma,
que va a leer el cuento. El escritor (o sea yo) está tomando el consejo de su
hermano, pero desde una perspectiva más madura que tirándoselas del machito:
decide, desde el principio (vuelvan a leerlo y verán) mostrarle a “ella” que no
es tan chévere ser un machito. El tono tosco del hermano está pensado,
milimétricamente, para que ella vea que no es tan perdedor ser sincero en el
amor, para que ella vea que eso de “a las nenas les gusta que las ignoren” es
una cosa muy tonta de adolecentes. Este cuento, desde el principio, es una
forma de desbordar amor sabiendo las consecuencias pocos sexis que trae el
desbordar amor. El título es una clave: “No puedo parar de escribir cuentos
de amor”. O sea: lo que hace el cuento, en realidad, es decirle a la “ella”
fantasma que Óscar Graff sabe que lo que está haciendo puede parecer intenso,
pero que igual no pude parar de hacerlo porque eso es precisamente lo que quiere
hacer. O sea: lo poco sexi, dice Graff entre líneas, es no darse cuenta de eso,
y creer que uno está haciendo las cosas bien. Él sabe que está haciendo mal las
cosas en el amor, pero sigue haciéndolas igual. Es el tonito del perdedor sexi,
del perdedor tipo Leonard Cohen, o algo así.
Bueno, en realidad, ahora que
intento decir lo que el cuento intenta decir, me doy cuenta de que sí puede
llegar a ser un mal cuento. O no sé, mis peores cuentos son los que más les
gusta a la gente. No sé si el cuento es bueno o malo, pero está lleno de
secretos, eso sí. De todas formas el cuento no está hecho para ustedes; está
hecho, a fin de cuentas, para que ella me escriba algo como: “Ya sé que yo soy la
“ella” de tu cuento y me encanta que desbordes tu amor, me parece lo más sexi
del mundo. Está pasado de moda enamorarse de los machitos”. Ya está. Fin.