domingo, 7 de diciembre de 2014

DURAZNO


Punto de vista icónico de toledo, André Masson.







                                                                                                        Para mi madre.






1

La palabra “durazno” no se parece tanto a los duraznos…La palabra, que la vi volando y creciendo adentro de mi uñas, es una palabra violenta. Una palabra que tiene el color de las hormigas.

El durazno, en cambio, es una fruta hermosa (no quiero decir, ojo con eso, que la palabra no sea hermosa también). El durazno, si lo miras desde arriba, se parece a las nalgas de una nena, y el anito ahí, en la mitad de un cosmos. Es peludito, el durazno. Es amarillo, anaranjado, medio verde, medio rosado. Tiene la forma y el tiempo del planeta tierra cuando lo miras desde un cohete que ya salió a la parte negra del cielo. Y cuando lo muerdes, cuando le sacas el juguito, llegan a ti, como una explosión de burbujas en el dolor de las canas y los zapatos rotos de tanto caminar, todos los recuerdos del mundo. Comer durazno es una forma de recordar lo que ha sido de la vida.


Mi primer recuerdo es un durazno. Después descubrí mi amor por las guitarras acústicas, después supe que iba a ser escritor, después supe que iba a ser un poeta miserable que anda vomitando los andenes de la ciudad; después llegó a mí, de repente, ese odio absoluto por todos los escritores que quedaban vivos en Colombia, y después, mucho después, estoy aquí: escribiendo cuentos como un loco para que vengan todos los escritores y todos los poetas a decir que uno cómo se atreve a publicar cuentos tan malos. Con tanto error gramatical, con tanta rabia tan desbordada y tan mal plasmada en el papel.

“Disculpa –me dijo un pelafustán de esos– ,te leí al mismo tiempo que a Verlaine. Te tocó una competencia dura. ¡Tus cuentos, a fin de cuentas, son una porquería!”. 


“Pues usted es una gonorreita; usted es un señor muy feo, señor”, le dije yo. No se me ocurrió nada más inteligente para decir.

Después me fui para mi casa, me miré al espejo y me di cuenta de que me era imposible evitar las lágrimas. Estaba tristísimo. “¿Por qué todo el mundo dice que mis cuentos y mis poemas son tan malos, mamita?, yo siento que soy un buen escritor”, le decía yo a mi madre con los ojos rojos de tanta angustia. “Tranquilo, mi amor, –me decía ella– lo que pasa es  que no te entienden. Algún día te van a descubrir. Algún día se van a dar cuenta de que no ha nacido un mejor escritor en este país desgraciado”.

Me fui a tomar un café, a fumar un Piel Roja, a comer un durazno. Saqué el cuadernito y empecé a escribir un cuento sobre el color de una hormiga, que es violento, que es lento, que no le hace caso a la gramática…


3

Mi primer recuerdo, decía, es un durazno. El durazno, que estaba como mojado, permanecía estático, levitado, en una pequeña mesa de madera. Recuerdo muy bien que era la mesa de algún cuarto. No era la cocina. No era el comedor. Era  un cuarto con dos camas sencillas, con unos guantes de box colgando de la puerta,  sin libros, sin cuadernos, sin guitarras acústicas.



domingo, 26 de octubre de 2014

SÍMBOLOS

El naufragio, William Turner


Para la chica de los símbolos.



Llevábamos como cinco años sin hablarnos hablarnos. Hablábamos por símbolos, por tormentas, por barcos de vela. Hablábamos por la sangre, bucaneros descostillando la ortografía; pero nunca nos habíamos dicho ni una sola palabra.

El primer contacto simbólico fue un poema que le tiré por debajo de la puerta. Un fragmento hermoso de una Iluminación de Rimbaud: “Mi camarada, mendiga, ¡niña monstruo!, cuan poco te importan, esas desdichas y esos obreros, y mis turbaciones. Únete a nosotros con tu voz imposible, ¡tu voz!”. Después –creo que pasaron dos o tres días- ella puso en su puerta un cepillo para peinar que le iba saliendo una trenza de pelo. No sé si me explico: era un cepillo blanco y, como pegada al cepillo, una trenza larga de pelos amarillos. Pelos pelos de la vida real… Supe que era para mí porque el curioso objeto venía con una notica que decía: “Para Rimbaud, de la niña monstruo”. Cogí el cepillo, me lo llevé a la casa y me puse a ver la cosa durante horas. Era perfecto hasta las seis siete de la mañana.  a a mi hamaca a leer el techo y a tomar cafu propia gastritis. eal.  ese cepillo con pelos. Me puse a leer el techo desde mi hamaca. Saqué la guitarra y la guitarra y la guitarra y traté de componer una canción sobre la palabra piña, que era bella, la palabra. “P-I-Ñ-A”. Ya se había formado en mí esa cosa rara que pasa con los símbolos. Ese mundo. Ese amor.

Pasaron, como ya lo dice la primera línea de este cuento, cinco años de habladuría simbólica. Cada vez había más confianza: yo ya le mandaba poemas míos que había escrito para ella y ella ya empezaba, poco a poco, a bajar las cosas a la vida normal. Pero todo, poco a poco, se devolvía a los aires.  Las notas, a veces, decían cosas como “Hola”, o como “La última canción que me mandaste estaba hermosa”. Pero casi siempre se trataba de un diálogo oculto: músicas extrañas, poemas enloquecidos, imágenes que se iban rompiendo en los espacios siderales que cada uno guardaba en su propia gastritis. Y yo, siempre, casi siempre, de vuelta a mi hamaca a leer el techo y a tomar café hasta las seis siete de la mañana. Andaba yo en unos tiempos raros, difíciles, marginándome a mí mismo de mí mismo. Trabajando duro, durmiendo poco, comiendo poco, fumando mucho, tomando mucho aguardiente. Sólo existían los símbolos que iban llegando cada dos o tres días a la puerta de la chica de los sueños. Había un amor ahí, pero era un amor extraño. Rocoso. Vidrioso. Hoy, que lo pienso, puedo decir que no andaba bien por esos días: quería abrazos y ese tipo de cosas, pero mi vida era demasiado nebulosa para pedir las cosas de frente.

Un día, como si nada, decidí que le quería dar un beso de frente, en la frente, o lo que sea, en donde sea, pa las que sea. No sé, verla a la cara y decirle: “Mi amor eres tan linda me gusta todo lo que dejas en tu puerta me hace sentir tu mundo de chica punkera que escucha el jazz a todo el volumen del mundo y vas fumando cigarrillos sin filtro me encanta que te encanten todos los escritores que yo leo todos los días todos los días te gusta Rulfo y a mí me gusta tanto que te guste Rulfo que me dan ganas de tirarme de un edificio”. 

Llegué a la puerta y había un nuevo símbolo: While My Guitar Gently Weeps, de Los Beatles. Toqué le puerta y abrió ella. “¡Rimbaud!”, me dijo. “Ajá”, le dije. “Dañaste la magia. ¿Por qué no dejaste que la poesía fuera sólo poesía?” (dijo eso, pero no parecía brava. Sonreía. Todo era un juego. Era hermosa). Charlé un rato con ella. Le dije todo de mí y ella me dijo todo de ella. Salí de su casa con una sonrisa…salí más borracho de lo que entré.


En el fondo (y fue innegable desde el momento en que dijo “¡Rimbaud!”), yo sabía que yo era el que estaba enloquecido por esa chica, pero ella no estaba ni cerca de estar enloquecida por mí. A ella sólo le gustaba el jueguito simbólico que yo había matado, así nomás,  por tratar de traer la poesía al mundo de los vivos y los muertos. A este mundo donde la poesía no sabe respirar.  

viernes, 3 de octubre de 2014

KAFKA



Marc Chagall, El beso



Un día me levanté y ya estaba convertido en dolor de barriga. Absolutamente.  Llegué al trabajo y todos me miraban como diciendo: “No, no, no. Este ya se convirtió en dolor de barriga”. Pero nadie se atrevía a decírmelo en la cara. Es como cuando uno empieza a hablar con alguien que tiene un grano gigantesco. Uno se empieza a tocar la propia cara en ese lugarcito donde el otro tiene el grano, como diciéndole: “Mi hermano, usted tiene un cosa ahí muy fea pero me daría vergüenza con usted decirle que se espiche eso”. O como cuando una chica tiene un herpes en el labio. Uno no va a ser tan atarbán de decirle: “Hermosura, te prendieron una infección bien áspera en ese labiecito tuyo”.

Iba yo un poco triste. No es fácil ser un dolor de barriga. Y es peor aún cuando no hay un proceso de conversión (como dirían los judíos). Es decir: todos los dolores de barriga que he conocido (que son dos o tres) se han ido convirtiendo; han pasado por un proceso donde pueden pensar en cómo reestructurar sus vidas y todo ese tipo de cosas: ¿cómo hago para dejar de ser un humano?, ¿cómo me voy a ganar el sustento del día a día?, ¿qué es ser un dolor de barriga?... Yo no. A mí me cogió de un día pa otro…Me levanté, me di cuenta de que ya no era un muchacho hecho y derecho, entendí todo eso del dolor de barriga y pensé en Kafka: Gregor Samsa se levanta convertido en esa musaraña y se queda todo el día tirado en ese cuartico lloriqueando sobre la existencia…la diferencia es que a mí sí me tocaba ir a trabajar y que la existencia no tenía nada que ver en todo eso. “Los dolores de barriga no son como los bichos de Kafka”, me dije. Traté de reírme de mí mismo: “¿Cómo puede ser posible que, después de entender la tragedia en la que estaba volcado, lo primero que se me venga a la cabeza sea una referencia literaria?”. Me estaba convirtiendo en esos intelectuales horrorosos que todo lo relacionan con Virgilio o con Spinoza.  Como decía: “traté de reírme de mí mismo”, pero, como me fui a dar cuenta ahí mismito, los dolores de barriga no tienen la facultad de la risa. O mejor dicho: no he descubierto cómo es que se ríen los dolores barriga.   

Iba yo un poco triste caminado por las “zonas verdes” de mi trabajo -por un bosque pequeñito que hay en el fondo del colegio donde daba clases de literatura antes de convertirme en un dolor de barriga- y vi a lo lejos a una muchacha que venía hacia mí. Traté de esconderme un poco. Me daba mucha pena que me vieran así de melancólico (así de dolor de barriga). “Josef”, me gritó. “Hola”, le grité.  Ella me miraba con una sonrisita toda pícara y yo miraba al piso. Me quedé embobado con un mariposa muerta que parecía haberse ahogado en el pasto:  

Te estaba buscando. Me di cuenta esta mañana de que te habías convertido en dolor de barriga. ¿Cómo te sientes?  

Pues bien. Un poco triste.

¿Te duele?

Un poco. Digo: en la barriga… ¿sí me entiendes?


Sí. Más o menos.

Como ya no tenía nada que perder, saqué de mis tripas (que ya se habían apoderado de la totalidad de mi anatomía) toda la fuerza del mundo. Esa fuerza que era imposible de sacar antes de convertirme en dolor de barriga:

¿Le darías un beso a un dolor de barriga?-, le dije.

La mariposa ya se había desaparecido en las inmensidades metafísicas del pasto.

Sí. Creo que sí le daría un besito a un dolor de barriga. Pero hoy no puedo. Tengo un novio, una vida y todas esas cosas…

Ah, ya. Gracias de todas formas. Me haces sentir un poco mejor. Me reiría si pudiera. 


Salí ese día del trabajo un poco más cansado que de costumbre. Me dolían mucho los tobillos. Cogí el Transmilenio y -entre las miradas extrañas de todo el mundo- me puse a leer un libro amarillo de Salvador Garmendia. La vida era triste pero linda. Gris. Un gris lindo.  Un gris parecido al de las mariposas cuando se van ahogando en el pasto. Traté de escribir algo hermoso en los espacios blancos del libro de Garmendia, pero todo, de repente, se hacía un poco derretido; un poco parecido a un relato sobre un muchacho que se convierte en dolor de barriga.  “Ser dolor de barriga es una forma de derretir las cosas.”, me dije. No pude reír. “Ya basta. Aquí quiero terminar este cuento. Me cansé de escribir.”, me dije unos segundo después. No pude reír.     

jueves, 15 de mayo de 2014

JUEVES



Pablo Picasso, Autorretrato (1901)



Vivíamos………………………………………………………………………………………………….............................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................………………………………………………………………………………………………….… Digo, es decir, o sea, vivíamos acostumbrados a vivir............................................................………………………………………………………………………………………………..............................................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................………………………………………………… O sea: vivíamos. Sólo vivíamos………………

……………….Recuerdo que era un jueves……………..

…no suelo tener en la cabeza las fechas y ese tipo de cosas, pero recuerdo a la perfección el color de los días de la semana: el lunes es azul rey, el martes verde, el miércoles es de un café extraño, el jueves es azul (un poco diferente al del lunes), el viernes es verde (idéntico al del martes), el sábado es blanco y el domingo es una pipa; un chocolate caliente; una revista con alguna mierdosa publicidad de algún concurso literario…

…era jueves (un poco diferente al azul del lunes) y vivíamos. Yo leía ensayos de Chesterton y una edición bilingüe de los poemas de Verlaine. Estaba tranquilo, amañado, calientico, pensando en mi deseo incontrolable de ser uno de esos poetas que mueren en la pobreza absoluta, ahí, yo, tirado en la calle con ese librito de mierda que publiqué con mis propios ahorros…y que en treintipico de años me reconocieran como ese gran-poeta-nunca-comprendido que captó el secreto de los árboles del desierto…O algo así…Es extraño, pienso ahora mismo, eso de uno de querer que no lo comprendan a uno. Es extraño, es muy extraño, pero a mí siempre me ha pasado. Todo el tiempo. Siempre me pasa. Pasa muy a menudo cuando uno recuerda esas imágenes de García Márquez dándose abracitos con la crema y nata…no sé…pasa mucho eso de querer ser un poeta que nadie lo lea a uno…

…era jueves (un poco diferente al azul del lunes) y yo leía ese hermoso ensayo titulado “un trozo de tiza”, pero me era muy difícil la concentración porque cada diez segundos, cada vez que leía una oración, cerraba el libro para volver a echarle un vistazo a la portada. Recuerdo esa portada con mucha alegría: aparecía una gigantesca foto de Chesterton, ¡ay!, con sus gafitas, su bigotico, su cara de osito; aparecía Chesterton con todo su ser; con su belleza absoluta…Como decía, era jueves (un poco diferente al azul del lunes) y vivíamos. Yo leía en mi pequeño cuarto y tomaba algunas notas sobre lo que leía, pero dichas anotaciones no eran más que unas extrañas (dudosamente heterosexuales) alabanzas a la cara de Chesterton…Estaba tranquilo, amañado............................................................ ……………………………………………………………………………cuando, de repente, sonó un golpe fuertísimo que venía, seguramente, de la calle de enfrente. Saqué la cabeza por la ventanita de mi cuarto y descubrí que el sonido había sido producido por una guitarra que había sido lanzada desde algún techo vecino (en mi memoria quedó marcado por siempre ese sonido que produce una guitarra cuando choca contra el asfalto frío).
Sentí una tristeza enorme al ver una guitarra tirada en el piso; toda rota; toda desgualachada; toda magullada…¿Por qué iban a tirar una guitarra del techo?...



Dejé mi libro en el estante, salí a la calle y comprobé que sí; que, efectivamente, habían tirado una guitarra de algún techo vecino. Entonces, cuando me agaché para recogerla, sentí otro ¡pum! a mis espaldas. Giré la cabeza y descubrí que habían tirado otra guitarra…Me acerqué para ver quién era el que andaba tirando tanta guitarra y ¡pum!, una tercera guitarra golpeó la calle...


Decidí volver a mi cuarto para ver todo desde mi ventanita: uno ahí, con su café caliente, con su cuarto lleno de papeles, con su ventanita, contemplando los misterios del mund…y ¡pum!: una cuarta guitarra y ¡pum!: cinco…y ¡pum!: seis, ¡pum!

¡pum!

¡pum! ¡pum! ¡pum!,

¡pum! ¡pum! ¡pum!,

¡pum!: veintiocho y ¡pum!: treintiseis,  ¡pum!.........¡pum!......... ¡pum! ¡pum! ¡pum!.. y si levantas la cara, querido e hipócrita lector, te darás cuenta de que las guitarras van cayendo del aire; de los cielos; de las nubes… ¡pum! ¡pum! ¡pum!: docientasetetitres………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………. Llueve, llueve, llueven guitarras. ¡Lluvia de guitarras acústicas!, ¡las guitarras de la lluvia acústica!, ¡la acústica de las guitarras de lluvia!…


…y esperar a que escampe. Ahí, en la ventanita , con el café caliente, con el cuarto lleno de papeles, con esa nostalgiecita que traen, siempre, los días de lluvia. Y volver, después del aguacero ¡pum!: treintainuevemildocientascuarenticuatro, a las cosas de la vida. Sacar, de nuevo, el libro de Chesterton, los apuntes, los anteojos, y salir del cuarto a preparar más café...................................................................................... ………………………………………………………………………………..................................................................................………………………………………………………………………Vivíamos………………………………………………………………………………………………….............................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................………………………………………………………………………………………………….… Digo, es decir, o sea, vivíamos acostumbrados  a vivir...........................................................………………………………………………………………………………………………..............................................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................…………………………………………………………………………………………………..........................................................………………………………………………… O sea: vivíamos. Sólo vivíamos………………

martes, 29 de abril de 2014

PARÉNTESIS

William Kentridge, Dibujo de Stereoscope.




El transporte público, aquí (en mi país), sirve para pensar. Uno va, va... (como entre paréntesis). El mundo se queda quieto (como atrofiado) en ese ir y venir tan extraño que da un poco de nervios, un poco de sudor, un poco de carne viva, un poco de músicas que van saliendo de los audífonos y van llegando, tranquilas, al fondo último de las memorias intranquilas. Uno recuerda que la vida no ha sido tan difícil como uno mismo lo ha creído. Uno recuerda ese día en la playa: Jim Morrison, tabaco fresco, pescado frito, patacón, arroz con coco...aguardiente frío, fogata, acordeón. Uno recuerda, uno recuerda.

En el transporte público, aquí (en mi país), el lado cursi de la vida se empieza a revelar. Poco a poco, con calma, se empieza a revelar. Uno recuerda a los amigos de la Universidad, uno recuerda el Salmo que se sabía de memoria: “Hashem, no me reprendas en tu ira ni me castigues en tu enojo. Apiádate de mí, Hashem, pues estoy abatido. Sáname, Hashem, pues tiemblan mis huesos de terror...”. Uno recuerda. Uno recuerda las cosas. El Pibe Valderrama, Ernesto Sábato, “...de piesdescalzos y de sueños blancos,/ fuistes polvo, polvo eres-piensas / que el hierro siempre al calor es blando”...Y uno se hace más fuerte. (No todo está mal. No todo está mal). Y uno logra mirar hacia adelante; uno logra darse cuenta de que “ahora” va a ser “ayer” y de que ese “ayer” (que es “ahora”) no va a ser tan dramático como uno creía.

Y uno sale de ahí y camina. Uno va: audífinos, morral, bluyines. Uno anda por los andenes del presente: libros, anteojos, lapiceros...Primera parada: café, galletas Oreo, Coca Cola Light. Un mensaje de texto: “Escribo para avisar que llego un poco tarde. Mucho trancón”. Y uno va: árboles, nubes, gentes, humos, gases, piedras, aguas, paraguas, pastos, tiendas, carros...Segunda parada: otro café, manzana, libretica de apuntes: “El lado cursi de la vida se empieza a revelar”.

uno llega, después, al quehacer; a la brega. Un escritorio cargado de sombras; de pájaros; de la lluvia de vivir. Hay cosas. Siempre hay cosas. Siempre hay cosas en el escritorio: dos marcadores de tablero ( uno negro, uno rojo), un tarro de pegante (marca “Colbón: pegante universal”), muchos libros (como dos mil), papel, lápiz, lapicero, tierra, un D.V.D (8ymedio de Fellini), una carpeta, un termo con té, un paquete de cigarrillos escondido en la carpeta, una moneda, un cuaderno abierto, una mano, un codo, un antebrazo, un ojo, un pelo, un planeta entero, una grapadora, una nota post-stick que dice: “Recordar: preguntarle a los niños de octavo si esas caricaturas japonesas se pueden ver gratis por Internet”, una ciruela, un tajalapiz, un borrador de tablero, un diccionario, otra moneda...