El naufragio, William Turner |
Para la chica de los símbolos.
Llevábamos como cinco años sin hablarnos
hablarnos. Hablábamos por símbolos, por tormentas, por barcos de vela.
Hablábamos por la sangre, bucaneros descostillando la ortografía; pero nunca
nos habíamos dicho ni una sola palabra.
El primer contacto simbólico fue un poema
que le tiré por debajo de la puerta. Un fragmento hermoso de una Iluminación de Rimbaud: “Mi camarada, mendiga, ¡niña monstruo!, cuan
poco te importan, esas desdichas y esos obreros, y mis turbaciones. Únete a
nosotros con tu voz imposible, ¡tu voz!”. Después –creo que pasaron dos o
tres días- ella puso en su puerta un cepillo para peinar que le iba saliendo
una trenza de pelo. No sé si me explico: era un cepillo blanco y, como pegada
al cepillo, una trenza larga de pelos amarillos. Pelos pelos de la vida real… Supe
que era para mí porque el curioso objeto venía con una notica que decía: “Para
Rimbaud, de la niña monstruo”. Cogí el cepillo, me lo llevé a la casa y me puse
a ver la cosa durante horas. Era perfecto ese cepillo con pelos. Me puse a leer el techo
desde mi hamaca. Saqué la guitarra y la guitarra y la guitarra y traté de componer
una canción sobre la palabra piña, que era bella, la palabra. “P-I-Ñ-A”. Ya se
había formado en mí esa cosa rara que pasa con los símbolos. Ese mundo. Ese
amor.
Pasaron, como ya lo dice la primera línea
de este cuento, cinco años de habladuría simbólica. Cada vez había más
confianza: yo ya le mandaba poemas míos que había escrito para ella y ella ya
empezaba, poco a poco, a bajar las cosas a la vida normal. Pero todo, poco a
poco, se devolvía a los aires. Las
notas, a veces, decían cosas como “Hola”, o como “La última canción que me mandaste
estaba hermosa”. Pero casi siempre se trataba de un diálogo oculto: músicas
extrañas, poemas enloquecidos, imágenes que se iban rompiendo en los espacios
siderales que cada uno guardaba en su propia gastritis. Y yo, siempre, casi
siempre, de vuelta a mi hamaca a leer el techo y a tomar café hasta las seis
siete de la mañana. Andaba yo en unos tiempos raros, difíciles, marginándome a
mí mismo de mí mismo. Trabajando duro, durmiendo poco, comiendo poco, fumando
mucho, tomando mucho aguardiente. Sólo existían los símbolos que iban llegando
cada dos o tres días a la puerta de la chica de los sueños. Había un amor ahí,
pero era un amor extraño. Rocoso. Vidrioso. Hoy, que lo pienso, puedo decir que
no andaba bien por esos días: quería abrazos y ese tipo de cosas, pero mi vida
era demasiado nebulosa para pedir las cosas de frente.
Un día, como si nada, decidí que le
quería dar un beso de frente, en la frente, o lo que sea, en donde sea, pa las
que sea. No sé, verla a la cara y decirle: “Mi amor eres tan linda me gusta
todo lo que dejas en tu puerta me hace sentir tu mundo de chica punkera que
escucha el jazz a todo el volumen del mundo y vas fumando cigarrillos sin filtro
me encanta que te encanten todos los escritores que yo leo todos los días todos
los días te gusta Rulfo y a mí me gusta tanto que te guste Rulfo que me dan
ganas de tirarme de un edificio”.
Llegué a la puerta y había un nuevo símbolo: While My Guitar Gently Weeps, de Los Beatles. Toqué le puerta y abrió ella. “¡Rimbaud!”, me dijo.
“Ajá”, le dije. “Dañaste la magia. ¿Por qué no dejaste que la poesía fuera sólo
poesía?” (dijo eso, pero no parecía brava. Sonreía. Todo era un juego. Era
hermosa). Charlé un rato con ella. Le dije todo de mí y ella me dijo todo de
ella. Salí de su casa con una sonrisa…salí más borracho de lo que entré.
En el fondo (y fue innegable desde
el momento en que dijo “¡Rimbaud!”), yo sabía que yo era el que estaba
enloquecido por esa chica, pero ella no estaba ni cerca de estar enloquecida
por mí. A ella sólo le gustaba el jueguito simbólico que yo había matado, así
nomás, por tratar de traer la poesía al
mundo de los vivos y los muertos. A este mundo donde la
poesía no sabe respirar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario