Marc Chagall, El beso. |
Un día me levanté y ya estaba convertido en dolor de
barriga. Absolutamente. Llegué al
trabajo y todos me miraban como diciendo: “No, no, no. Este ya se convirtió en
dolor de barriga”. Pero nadie se atrevía a decírmelo en la cara. Es como cuando
uno empieza a hablar con alguien que tiene un grano gigantesco. Uno se empieza
a tocar la propia cara en ese lugarcito donde el otro tiene el grano, como
diciéndole: “Mi hermano, usted tiene un cosa ahí muy fea pero me daría
vergüenza con usted decirle que se espiche eso”. O como cuando una chica tiene
un herpes en el labio. Uno no va a ser tan atarbán de decirle: “Hermosura, te
prendieron una infección bien áspera en ese labiecito tuyo”.
Iba yo un poco triste. No es fácil ser un dolor de barriga.
Y es peor aún cuando no hay un proceso de conversión (como dirían los judíos).
Es decir: todos los dolores de barriga que he conocido (que son dos o tres) se
han ido convirtiendo; han pasado por un proceso donde pueden pensar en cómo
reestructurar sus vidas y todo ese tipo de cosas: ¿cómo hago para dejar de ser un
humano?, ¿cómo me voy a ganar el sustento del día a día?, ¿qué es ser un dolor
de barriga?... Yo no. A mí me cogió de un día pa otro…Me levanté, me di cuenta
de que ya no era un muchacho hecho y derecho, entendí todo eso del dolor de
barriga y pensé en Kafka: Gregor Samsa se levanta convertido en esa
musaraña y se queda todo el día tirado en ese cuartico lloriqueando sobre la
existencia…la diferencia es que a mí sí me tocaba ir a trabajar y que la
existencia no tenía nada que ver en todo eso. “Los dolores de barriga no son
como los bichos de Kafka”, me dije. Traté de reírme de mí mismo: “¿Cómo puede
ser posible que, después de entender la tragedia en la que estaba volcado, lo
primero que se me venga a la cabeza sea una referencia literaria?”. Me estaba
convirtiendo en esos intelectuales horrorosos que todo lo relacionan con Virgilio
o con Spinoza. Como decía: “traté de
reírme de mí mismo”, pero, como me fui a dar cuenta ahí mismito, los dolores de barriga no
tienen la facultad de la risa. O mejor dicho: no he descubierto cómo es que se
ríen los dolores barriga.
Iba yo un poco triste caminado por las “zonas verdes” de mi
trabajo -por un bosque pequeñito que hay en el fondo del colegio donde daba
clases de literatura antes de convertirme en un dolor de barriga- y vi a lo
lejos a una muchacha que venía hacia mí. Traté de esconderme un poco. Me daba
mucha pena que me vieran así de melancólico (así de dolor de barriga). “Josef”,
me gritó. “Hola”, le grité. Ella me
miraba con una sonrisita toda pícara y yo miraba al piso. Me quedé embobado con
un mariposa muerta que parecía haberse ahogado en el pasto:
— Te estaba buscando. Me di cuenta esta mañana de que
te habías convertido en dolor
de barriga. ¿Cómo te sientes?
— Pues bien. Un poco triste.
— ¿Te duele?
— Un poco. Digo: en la barriga… ¿sí me entiendes?
— Sí. Más o menos.
Como ya no tenía nada que perder, saqué de mis tripas (que
ya se habían apoderado de la totalidad de mi anatomía) toda la fuerza del
mundo. Esa fuerza que era imposible de sacar antes de convertirme en dolor de
barriga:
— ¿Le darías un beso a un dolor de barriga?-, le dije.
La mariposa ya se había desaparecido en las inmensidades metafísicas
del pasto.
— Sí. Creo que sí le daría un besito a un dolor de
barriga. Pero hoy no puedo. Tengo un novio, una vida y todas esas
cosas…
— Ah, ya. Gracias de todas formas. Me haces sentir un
poco mejor. Me reiría si pudiera.
Salí ese día del trabajo un poco más cansado que de
costumbre. Me dolían mucho los tobillos. Cogí el Transmilenio y -entre las
miradas extrañas de todo el mundo- me puse a leer un libro amarillo de Salvador
Garmendia. La vida era triste pero linda. Gris. Un gris lindo. Un gris parecido al de las mariposas cuando se
van ahogando en el pasto. Traté de escribir algo hermoso en los espacios
blancos del libro de Garmendia, pero todo, de repente, se hacía un poco
derretido; un poco parecido a un relato sobre un muchacho que se convierte en
dolor de barriga. “Ser dolor de barriga
es una forma de derretir las cosas.”, me dije. No pude reír. “Ya basta. Aquí quiero
terminar este cuento. Me cansé de escribir.”, me dije unos segundo después. No pude reír.
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