domingo, 8 de mayo de 2016

DIEGO

La fuente, Marcel Duchamp

                                                                         
                                                                                        Para mi amigo Joel.   


    Diego Silvino Polanco estudió periodismo y antropología en la misma universidad. Se graduó con honores (magna cum laude, medalla al mérito académico, dos tesis laureadas, etc.), después, a los veintipico de años, dejó embarazada a su novia y se casó y tuvieron el primer hijo y luego el segundo. Diego consiguió un trabajo enseñando historia en un colegio y compró un seguro de vida y se mudó a un barrio bueno pero barato, etc, etc, etc. Al primer hijo lo llamaron Marcel (su esposa, Natalia, decía que “Marcel”, el nombre, lo había escogido ella en honor al pintor dadaísta, a Marcel Duchamp, por supuesto, y Diego decía que el nombre lo había escogido él y que había sido en honor a Marcel Proust,  el autor de la novela más larga que jamás se haya escrito). El segundo hijo, Luis, no tenía un porqué. Era Luis y punto.

   Marcel, haciéndole un poco el quite a su nombre, se dedicó a perseguir muchachitas, después estudió administración de empresas, después lo contrataron en una multinacional y ahí está, ahí sigue, administrando empresas, manejando tablas de compras y ventas y proveedores. Y es feliz, Marcel, o por lo menos eso le dice a sus padres. Luis, en cambio, es un poco más poeta. No fue a la universidad y nunca le ha ido bien con las muchachas. Escribe pequeñas prosas sobre ver pasar el viento, está un poco enamorado de las frutas y trabaja medio tiempo moviendo cables, instrumentos y cachivaches en un estudio de música. No es un estudio de esos que graba a los artistas y después los saca al estrellato, es más bien un lugar que alquila dos cuartos para que las bandas de colegio puedan hacer su bulla sin que los padres les decomisen los instrumentos.

   Un día cualquiera (Marcel trabajando, Luis en casa, Natalia en casa), Diego Silvino Polanco se sintió un poco mareado y con muchas ganas de hacer popó. Se sentó en el inodoro y supo, en ese instante, apenas salió el primero, que se venía un día largo, difícil, tosco… se volteó, se agachó y vio, a lo lejos de las aguas extrañas del inodoro, un manchón rojo, un coágulo. No había comido remolacha, no había tomado nada con colorantes, no había… en fin, era sangre. No había duda. Lo extraño es que Diego era un tipo muy nervioso, pero esa vez, a la hora de la verdad, al enfrentarse con un miedo real, se lo tomó con tranquilidad. “Natalia, querida, me voy para la clínica. Me salió sangre en el popó”. Y se despidió de Luis y de Natalia, negándose rotundamente a que lo acompañaran, y se fue caminando a la sala de urgencias de un pequeño y triste hospital que quedaba a ocho cuadras del conjunto residencial donde alquilaban un pequeñito y lindísimo apartamento.


    El cubículo donde metieron a Diego era igual al de todos los hospitales: cortinas amarillas, una camilla con dibujos de ositos rosados y verdes menta, y de resto todo blanco, blanca la silla, blancos los cajones, blanco, todo blanco. Era probable, había dicho la doctora, que la sangre en las “heces” (y Diego, que le gustaba jugar con las palabras, se había quedado pensando en ese vocablo: “heces”, como la letra “ese”, S, pero en plural. ¿Qué significará eso de “heces”?, ¿por qué “heces”?, etc., etc.) podía haber sido producida por alguna cosa normal. No necesariamente era cáncer: podían ser parásitos, alguna infección trivial, hemorroides… Le pusieron suero (“Lo vamos a canalizar, señor Polanco”, había dicho la enfermera), le dieron un frasquito para que sacara una muestra de sus heces sangrientas y ya, el resto era esperar en el cubículo a que salieran los exámenes y a que sus venas se tragaran la botella de suero. Mientras esperaba, Diego se hacía el que leía un libro de Toni Morrison (no le gustaba la prosa de la escritora, pero sí le gustaba ella como ser humano, como persona), pero en realidad estaba más pendiente de la conversación del cubículo de al lado. Diego no podía ver lo que sucedía, claro, pero sí escuchar la escena a la perfección. Sólo una cortina delgadita (amarilla) lo separaba de sus vecinos. Parecían ser una familia muy unida: estaba la nieta, la hija y un viejito que Diego no logró descifrar, no supo si era el esposo o el hermano de la señora que estaba enferma. La señora, que tendría unos ochenta o noventa años, gritaba que no se quería morir, que ella daba todo, todo, todo, por un día más de vida. “Yo quiero, hijita, volver a ver los árboles, yo quiero volver a comer helado. No me dejes morir aquí en esta clínica tan fea. Yo quiero ir a un centro comercial, hijita, por favor no me dejen morir”… A Diego le pareció que la señora estaba sobreactuando, es decir: que no eran reales sus palabras, que era un escándalo un poco desproporcionado. Además, la doctora había hablado claramente de una fractura de tobillo. “Esta viejita no se muere hoy”, pensaba Diego mientras sus ojos pasaban nebulosamente por las páginas del libro de Toni Morrison.

   Toda esa escena un poco patética (una viejita queriendo llamar la atención de su propia familia) le activó a Diego un pensamiento extraño: él creía, siempre había creído, que su reacción frente a la muerte iba a ser muy parecida a la de la viejita que gritaba enloquecida, pero no. Más bien no. Él ahí, con su librito, esperando sus resultados de un posible cáncer de colon o de alguna cosa horrible, se había dado cuenta de que a él más bien no le interesaba volver a ver un árbol o volver a comer helado o volver a pasear en un centro comercial. “Si me diagnostican algo bien terrible –pensaba Diego–, no tendría que ir mañana a trabajar. Y eso estría muy bien. Eso estaría exageradamente bien”. A Diego le dio algo de vergüenza pensar así, pero ese era, nada que hacer, su pensamiento más real, más verdadero. Tenía ganas de quedarse ahí, con el aire acondicionado, con la cobija, y que los señores del seguro de vida se encargaran del resto. Se le vinieron a la cabeza miles de referentes literarios: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé” (Camus, por supuesto).  “Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijera que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio”. (Kafka, por supuesto)… Pero el referente más bello que recordó fue un pequeño video en el que Danilo Cruz Vélez cuenta una anécdota del poeta Porfirio Barba Jacob: cuenta Cruz Vélez que alguien le dijo que Barba Jacob, enfermo,  dijo alguna vez: “Qué duro que es morirse, pero qué rico haberse muerto”...
“Qué duro que es morirse, pero qué rico haberse muerto”, pensaba Diego con muchísma vergüenza…

Pasaron cinco horas y media, unas tranquilas cinco horas y media, y llegó la doctora. Diego estaba sentado en la silla del cubículo hablando por teléfono con Luis: “Tranquilo, hijo, no pasa nada, qué se van a venir hasta acá… ya te llamo, ya te llamo, llegó la doctora, chao, chao”…

“Hola, doctora, ¿me voy a morir?”… “No se va a morir, señor Polanco. Tiene una infección intestinal que vamos a manejar con antibióticos. Se va a tomar una tableta de Rifamicina cada ocho horas durante tres días. Y se va a tomar una ampolla de Enterogermina Plus cada veinticuatro horas durante los mismos tres días”, etc, etc, etc.

Hoy no fue el día, mañana hay que madrugar (pensó Diego), y salió de la clínica y prendió un cigarrillo y caminó hasta su apartamento y comió sopita de pollo y se tiró en la cama, con Natalia, a ver los últimos minutos de un partido de Copa Libertadores. A las dos horas llegó Marcel y a la hora ya había un silencio casi absoluto en el apartamento. Sólo sonaba, en el fondo del conjunto, la alarma de un carro que algunos malandros acababan de saquear.