domingo, 26 de octubre de 2014

SÍMBOLOS

El naufragio, William Turner


Para la chica de los símbolos.



Llevábamos como cinco años sin hablarnos hablarnos. Hablábamos por símbolos, por tormentas, por barcos de vela. Hablábamos por la sangre, bucaneros descostillando la ortografía; pero nunca nos habíamos dicho ni una sola palabra.

El primer contacto simbólico fue un poema que le tiré por debajo de la puerta. Un fragmento hermoso de una Iluminación de Rimbaud: “Mi camarada, mendiga, ¡niña monstruo!, cuan poco te importan, esas desdichas y esos obreros, y mis turbaciones. Únete a nosotros con tu voz imposible, ¡tu voz!”. Después –creo que pasaron dos o tres días- ella puso en su puerta un cepillo para peinar que le iba saliendo una trenza de pelo. No sé si me explico: era un cepillo blanco y, como pegada al cepillo, una trenza larga de pelos amarillos. Pelos pelos de la vida real… Supe que era para mí porque el curioso objeto venía con una notica que decía: “Para Rimbaud, de la niña monstruo”. Cogí el cepillo, me lo llevé a la casa y me puse a ver la cosa durante horas. Era perfecto hasta las seis siete de la mañana.  a a mi hamaca a leer el techo y a tomar cafu propia gastritis. eal.  ese cepillo con pelos. Me puse a leer el techo desde mi hamaca. Saqué la guitarra y la guitarra y la guitarra y traté de componer una canción sobre la palabra piña, que era bella, la palabra. “P-I-Ñ-A”. Ya se había formado en mí esa cosa rara que pasa con los símbolos. Ese mundo. Ese amor.

Pasaron, como ya lo dice la primera línea de este cuento, cinco años de habladuría simbólica. Cada vez había más confianza: yo ya le mandaba poemas míos que había escrito para ella y ella ya empezaba, poco a poco, a bajar las cosas a la vida normal. Pero todo, poco a poco, se devolvía a los aires.  Las notas, a veces, decían cosas como “Hola”, o como “La última canción que me mandaste estaba hermosa”. Pero casi siempre se trataba de un diálogo oculto: músicas extrañas, poemas enloquecidos, imágenes que se iban rompiendo en los espacios siderales que cada uno guardaba en su propia gastritis. Y yo, siempre, casi siempre, de vuelta a mi hamaca a leer el techo y a tomar café hasta las seis siete de la mañana. Andaba yo en unos tiempos raros, difíciles, marginándome a mí mismo de mí mismo. Trabajando duro, durmiendo poco, comiendo poco, fumando mucho, tomando mucho aguardiente. Sólo existían los símbolos que iban llegando cada dos o tres días a la puerta de la chica de los sueños. Había un amor ahí, pero era un amor extraño. Rocoso. Vidrioso. Hoy, que lo pienso, puedo decir que no andaba bien por esos días: quería abrazos y ese tipo de cosas, pero mi vida era demasiado nebulosa para pedir las cosas de frente.

Un día, como si nada, decidí que le quería dar un beso de frente, en la frente, o lo que sea, en donde sea, pa las que sea. No sé, verla a la cara y decirle: “Mi amor eres tan linda me gusta todo lo que dejas en tu puerta me hace sentir tu mundo de chica punkera que escucha el jazz a todo el volumen del mundo y vas fumando cigarrillos sin filtro me encanta que te encanten todos los escritores que yo leo todos los días todos los días te gusta Rulfo y a mí me gusta tanto que te guste Rulfo que me dan ganas de tirarme de un edificio”. 

Llegué a la puerta y había un nuevo símbolo: While My Guitar Gently Weeps, de Los Beatles. Toqué le puerta y abrió ella. “¡Rimbaud!”, me dijo. “Ajá”, le dije. “Dañaste la magia. ¿Por qué no dejaste que la poesía fuera sólo poesía?” (dijo eso, pero no parecía brava. Sonreía. Todo era un juego. Era hermosa). Charlé un rato con ella. Le dije todo de mí y ella me dijo todo de ella. Salí de su casa con una sonrisa…salí más borracho de lo que entré.


En el fondo (y fue innegable desde el momento en que dijo “¡Rimbaud!”), yo sabía que yo era el que estaba enloquecido por esa chica, pero ella no estaba ni cerca de estar enloquecida por mí. A ella sólo le gustaba el jueguito simbólico que yo había matado, así nomás,  por tratar de traer la poesía al mundo de los vivos y los muertos. A este mundo donde la poesía no sabe respirar.  

viernes, 3 de octubre de 2014

KAFKA



Marc Chagall, El beso



Un día me levanté y ya estaba convertido en dolor de barriga. Absolutamente.  Llegué al trabajo y todos me miraban como diciendo: “No, no, no. Este ya se convirtió en dolor de barriga”. Pero nadie se atrevía a decírmelo en la cara. Es como cuando uno empieza a hablar con alguien que tiene un grano gigantesco. Uno se empieza a tocar la propia cara en ese lugarcito donde el otro tiene el grano, como diciéndole: “Mi hermano, usted tiene un cosa ahí muy fea pero me daría vergüenza con usted decirle que se espiche eso”. O como cuando una chica tiene un herpes en el labio. Uno no va a ser tan atarbán de decirle: “Hermosura, te prendieron una infección bien áspera en ese labiecito tuyo”.

Iba yo un poco triste. No es fácil ser un dolor de barriga. Y es peor aún cuando no hay un proceso de conversión (como dirían los judíos). Es decir: todos los dolores de barriga que he conocido (que son dos o tres) se han ido convirtiendo; han pasado por un proceso donde pueden pensar en cómo reestructurar sus vidas y todo ese tipo de cosas: ¿cómo hago para dejar de ser un humano?, ¿cómo me voy a ganar el sustento del día a día?, ¿qué es ser un dolor de barriga?... Yo no. A mí me cogió de un día pa otro…Me levanté, me di cuenta de que ya no era un muchacho hecho y derecho, entendí todo eso del dolor de barriga y pensé en Kafka: Gregor Samsa se levanta convertido en esa musaraña y se queda todo el día tirado en ese cuartico lloriqueando sobre la existencia…la diferencia es que a mí sí me tocaba ir a trabajar y que la existencia no tenía nada que ver en todo eso. “Los dolores de barriga no son como los bichos de Kafka”, me dije. Traté de reírme de mí mismo: “¿Cómo puede ser posible que, después de entender la tragedia en la que estaba volcado, lo primero que se me venga a la cabeza sea una referencia literaria?”. Me estaba convirtiendo en esos intelectuales horrorosos que todo lo relacionan con Virgilio o con Spinoza.  Como decía: “traté de reírme de mí mismo”, pero, como me fui a dar cuenta ahí mismito, los dolores de barriga no tienen la facultad de la risa. O mejor dicho: no he descubierto cómo es que se ríen los dolores barriga.   

Iba yo un poco triste caminado por las “zonas verdes” de mi trabajo -por un bosque pequeñito que hay en el fondo del colegio donde daba clases de literatura antes de convertirme en un dolor de barriga- y vi a lo lejos a una muchacha que venía hacia mí. Traté de esconderme un poco. Me daba mucha pena que me vieran así de melancólico (así de dolor de barriga). “Josef”, me gritó. “Hola”, le grité.  Ella me miraba con una sonrisita toda pícara y yo miraba al piso. Me quedé embobado con un mariposa muerta que parecía haberse ahogado en el pasto:  

Te estaba buscando. Me di cuenta esta mañana de que te habías convertido en dolor de barriga. ¿Cómo te sientes?  

Pues bien. Un poco triste.

¿Te duele?

Un poco. Digo: en la barriga… ¿sí me entiendes?


Sí. Más o menos.

Como ya no tenía nada que perder, saqué de mis tripas (que ya se habían apoderado de la totalidad de mi anatomía) toda la fuerza del mundo. Esa fuerza que era imposible de sacar antes de convertirme en dolor de barriga:

¿Le darías un beso a un dolor de barriga?-, le dije.

La mariposa ya se había desaparecido en las inmensidades metafísicas del pasto.

Sí. Creo que sí le daría un besito a un dolor de barriga. Pero hoy no puedo. Tengo un novio, una vida y todas esas cosas…

Ah, ya. Gracias de todas formas. Me haces sentir un poco mejor. Me reiría si pudiera. 


Salí ese día del trabajo un poco más cansado que de costumbre. Me dolían mucho los tobillos. Cogí el Transmilenio y -entre las miradas extrañas de todo el mundo- me puse a leer un libro amarillo de Salvador Garmendia. La vida era triste pero linda. Gris. Un gris lindo.  Un gris parecido al de las mariposas cuando se van ahogando en el pasto. Traté de escribir algo hermoso en los espacios blancos del libro de Garmendia, pero todo, de repente, se hacía un poco derretido; un poco parecido a un relato sobre un muchacho que se convierte en dolor de barriga.  “Ser dolor de barriga es una forma de derretir las cosas.”, me dije. No pude reír. “Ya basta. Aquí quiero terminar este cuento. Me cansé de escribir.”, me dije unos segundo después. No pude reír.