miércoles, 26 de octubre de 2016

UN POQUITO

Cabeza de hombre barbado con cigarrillo, Picasso.  


       Imagínate una lluvia tan alta, tan desde lo alto, que los ojos se van hasta la parte negra del cielo y no alcanzan a ver el hueco desde donde caen las gotas. Una lluvia cliente, tierra caliente, arena caliente, cangrejos calientes, perros desnudos, el sol y la lluvia, el sol y el agua que cae del aire, gotas de patilla, de granadilla, de pluma, de algodón, de caballitos de mar, de goma y pegante. Un morral de cuero tirado, arrastrado, roto, quebrado por dentro y por fuera y quebrado, y quebrado todo, el corazón, la lluvia caliente, la tierra caliente. El cuero del morral es de esos cueros claritos, gastados, que te hacen pensar en un viejo que ha fumado toda la vida, que te hacen pensar en tu hermanito menor que quiere parecer uno de esos viejos que han fumado toda la vida. Se cae un cigarrillo sin filtro del morral y se queda ahí en la arena, ahí en la lluvia caliente, en esta lluvia que cae desde tan alto que ningún cohete podría ver por la ventana el nacimiento de cada gota y gota de patilla y granadilla y pluma y algodón y caballito de mar y goma y pegante. Y gota y gota. Y gota y gota. Se queda ahí el cigarrillo sin filtro y una mano se lleva el morral de cuero y se va y se va, la mano. Se va para su cuarto, caliente, a llorar un poquito, a pensar en el amor.  

     Y el cigarrillo se queda en la arena, lluvia. Y la mano, el cuerpo del hombre, gordo, feo, triste, adolorido, se va. Pasa un gusano y desarma el cigarrillo caliente, mojado de lluvia alta. Y el tabaco se chorrea en la arena. Y pasa un poquito de mar y se lleva un poquito de tabaco y un poquito de papel. Te fuiste, amigo cigarrillo, te fuiste para el mar, para el cielo, te fuiste a estar con Dios, con los cantantes que se escaparon por la ventana del manicomio y murieron atropellados por una buseta. Y en la radio, en la buseta, en el cielo, en los cuartos de las personas tristes que se quedaron vivas pensando en el amor, sus músicas, las de los músicos, un acorde, dos, tres, cuatro… Te fuiste a estar con Dios, cigarrillo sin filtro, con las olas del mar, que son también las olas del río. Mira la sal del agua y mi morral de cuero y la lluvia… La que se va para su cuarto es mi mano, mi propia mano un poco viva, un  poco de carne, de hueso, un poco arañada, tristísima como nunca antes la habías visto, la mano más triste de todos los mundos, los poemas más tristes de todos los tiempos del hueco en mi corazón. Tu corazón roto, el corazón de toda la humanidad roto, el mío rotísimo. Pobrecito yo, mi mano es la que ves ahí llevando un morral de cuero, de tabaco,  yo fui el que se quedó para siempre en esta arena tan triste y el cigarrillo sin filtro ya está con las ballenas y de pronto hay algo de nieve en el fondo del mar. De nieve morada, anaranjada, del color de las granadillas…  


   …y ya en mi cuarto, caliente, el olor a tomates regado por las goticas que se derriten en la ventana, el cigarrillo sin filtro ya dormido en el agua, dormidísimo, arranco un papel de mi cuaderno y te escribo que no me voy a morir porque no me quieras, mi amor. Que voy a llorar casi nada. Voy a estar triste, tristísimo, un poquito arrastrado, pero no es nada de la vida o de la muerte, es sólo el amor, mi amor. Te escribo que puedo vivir sin ti, que no es nada del otro mundo, y doblo el papel, con toda la tinta que te escribo, con todo lo que pueden hacer las palabras cuando se hacen chorreadas, y te hago un barquito de papel y me lo trago, lo mastico, para metérmelo bien adentro mío y me voy quedando dormido en mi cuarto caliente. Te veo ahí parada, en el sueño, en el viento de los sueños. Y, como el barquito de papel ya está en mí, en mis pulmones, en mi estómago, en mi cerebro que va flotando, te lo regalo. Es tuyo el barquito. Lo miras, lo abres, y no alcanzas a leer nada de esa tinta tan mía, tan chorreada, tan enamorada, tan líquida. Me despierto en mi cuarto, caliente todavía, aguado, y una gota con sabor a chocolate me cae en la frente. Me da gripa, fiebre, mocos… Me tomo una pastilla para el malestar, me trago otro barquito de papel, de un papel sin tinta, blanco, y me vuelvo a quedar dormido.

miércoles, 27 de julio de 2016

HOY NO

El bebedor, Paul Cezanne.






    Hacía muchos años que no escribía borracho. Esas cosas, las de escribir borracho, eran cosas de niños: creer que uno podía ser Bukowski, creer que esos versos bellísimos de Verlaine le venían gracias al efecto de la absenta y ese tipo de bobadas. Pero esta vez, este cuento, como ya se habrán dado cuenta, lo escribo borracho y se siente bien, se siente bastante bien, no como antes. Antes, por ejemplo, me compraba media botella de aguardiente y me ponía a tratar de escribir una historia ya concebida: “…voy a hablar de un viejito que se queda sin dientes y se dedica a jugar ajedrez mientras espera su muerte…”, y después venía la borrachera, y mi prosa, mi prosa enclenque, se estancaba rápidamente. Era imposible seguir el hilo de la historia, era imposible mantener el ritmo, la sinceridad, la voz, la gramática… Y me llenaba de ansiedad pensando en que nunca iba a poder ser un escritor de la vida real.

    Hoy no. Hoy sé (estoy seguro) que la historia va a salir. Hoy sé, sin saber sobre qué quiero escribir, que llegaré al final de este cuento y que el mundo no va a cambiar por haberlo publicado en alguna de esas revistuchas que me hacen el favor de publicar mis cuentos. Hoy no siento esa ansiedad. Hoy me levanté, sábado 9:00am, y decidí que quería volver a escribir bajo los efectos del alcohol. Me preparé una arepa con mantequilla, me la comí, saqué una botella de Chivas Regal de la nevera, me serví el primer vaso con hielo y soda y salí al balcón, tranquilo, a fumar cigarrillos y a tomar Chivas y a escuchar a Los Aterciopes (“Tiñes mis días de fatal melancolíííaaaa, eres el hacha que astilló toda mi viiidaaaa, premeditada y diviiiinaaa…”) y a escribir, aquí, mientras espero a que un amigo del trabajo me recoja para ir a una finquita que queda a las afueras de la ciudad. ¿Y sobre qué escribir?,¿y así, todo borracho, sin historia,cómo llegar al final?, ¿qué relato contar, qué argumento? Hoy no. Hoy no me importa nada de eso.

     Hoy no tengo historias preconcebidas, hoy no voy a hablar de ningún viejito sin dientes que espera su muerte jugando ajedrez. Hoy no tengo relato, pero tengo lo único que se necesita para poder llegar al final de un cuento: tengo eso, esa cosa mágica, de ya no querer ser un escritor de la vida real. Con eso basta. Con eso sobra... 

domingo, 8 de mayo de 2016

DIEGO

La fuente, Marcel Duchamp

                                                                         
                                                                                        Para mi amigo Joel.   


    Diego Silvino Polanco estudió periodismo y antropología en la misma universidad. Se graduó con honores (magna cum laude, medalla al mérito académico, dos tesis laureadas, etc.), después, a los veintipico de años, dejó embarazada a su novia y se casó y tuvieron el primer hijo y luego el segundo. Diego consiguió un trabajo enseñando historia en un colegio y compró un seguro de vida y se mudó a un barrio bueno pero barato, etc, etc, etc. Al primer hijo lo llamaron Marcel (su esposa, Natalia, decía que “Marcel”, el nombre, lo había escogido ella en honor al pintor dadaísta, a Marcel Duchamp, por supuesto, y Diego decía que el nombre lo había escogido él y que había sido en honor a Marcel Proust,  el autor de la novela más larga que jamás se haya escrito). El segundo hijo, Luis, no tenía un porqué. Era Luis y punto.

   Marcel, haciéndole un poco el quite a su nombre, se dedicó a perseguir muchachitas, después estudió administración de empresas, después lo contrataron en una multinacional y ahí está, ahí sigue, administrando empresas, manejando tablas de compras y ventas y proveedores. Y es feliz, Marcel, o por lo menos eso le dice a sus padres. Luis, en cambio, es un poco más poeta. No fue a la universidad y nunca le ha ido bien con las muchachas. Escribe pequeñas prosas sobre ver pasar el viento, está un poco enamorado de las frutas y trabaja medio tiempo moviendo cables, instrumentos y cachivaches en un estudio de música. No es un estudio de esos que graba a los artistas y después los saca al estrellato, es más bien un lugar que alquila dos cuartos para que las bandas de colegio puedan hacer su bulla sin que los padres les decomisen los instrumentos.

   Un día cualquiera (Marcel trabajando, Luis en casa, Natalia en casa), Diego Silvino Polanco se sintió un poco mareado y con muchas ganas de hacer popó. Se sentó en el inodoro y supo, en ese instante, apenas salió el primero, que se venía un día largo, difícil, tosco… se volteó, se agachó y vio, a lo lejos de las aguas extrañas del inodoro, un manchón rojo, un coágulo. No había comido remolacha, no había tomado nada con colorantes, no había… en fin, era sangre. No había duda. Lo extraño es que Diego era un tipo muy nervioso, pero esa vez, a la hora de la verdad, al enfrentarse con un miedo real, se lo tomó con tranquilidad. “Natalia, querida, me voy para la clínica. Me salió sangre en el popó”. Y se despidió de Luis y de Natalia, negándose rotundamente a que lo acompañaran, y se fue caminando a la sala de urgencias de un pequeño y triste hospital que quedaba a ocho cuadras del conjunto residencial donde alquilaban un pequeñito y lindísimo apartamento.


    El cubículo donde metieron a Diego era igual al de todos los hospitales: cortinas amarillas, una camilla con dibujos de ositos rosados y verdes menta, y de resto todo blanco, blanca la silla, blancos los cajones, blanco, todo blanco. Era probable, había dicho la doctora, que la sangre en las “heces” (y Diego, que le gustaba jugar con las palabras, se había quedado pensando en ese vocablo: “heces”, como la letra “ese”, S, pero en plural. ¿Qué significará eso de “heces”?, ¿por qué “heces”?, etc., etc.) podía haber sido producida por alguna cosa normal. No necesariamente era cáncer: podían ser parásitos, alguna infección trivial, hemorroides… Le pusieron suero (“Lo vamos a canalizar, señor Polanco”, había dicho la enfermera), le dieron un frasquito para que sacara una muestra de sus heces sangrientas y ya, el resto era esperar en el cubículo a que salieran los exámenes y a que sus venas se tragaran la botella de suero. Mientras esperaba, Diego se hacía el que leía un libro de Toni Morrison (no le gustaba la prosa de la escritora, pero sí le gustaba ella como ser humano, como persona), pero en realidad estaba más pendiente de la conversación del cubículo de al lado. Diego no podía ver lo que sucedía, claro, pero sí escuchar la escena a la perfección. Sólo una cortina delgadita (amarilla) lo separaba de sus vecinos. Parecían ser una familia muy unida: estaba la nieta, la hija y un viejito que Diego no logró descifrar, no supo si era el esposo o el hermano de la señora que estaba enferma. La señora, que tendría unos ochenta o noventa años, gritaba que no se quería morir, que ella daba todo, todo, todo, por un día más de vida. “Yo quiero, hijita, volver a ver los árboles, yo quiero volver a comer helado. No me dejes morir aquí en esta clínica tan fea. Yo quiero ir a un centro comercial, hijita, por favor no me dejen morir”… A Diego le pareció que la señora estaba sobreactuando, es decir: que no eran reales sus palabras, que era un escándalo un poco desproporcionado. Además, la doctora había hablado claramente de una fractura de tobillo. “Esta viejita no se muere hoy”, pensaba Diego mientras sus ojos pasaban nebulosamente por las páginas del libro de Toni Morrison.

   Toda esa escena un poco patética (una viejita queriendo llamar la atención de su propia familia) le activó a Diego un pensamiento extraño: él creía, siempre había creído, que su reacción frente a la muerte iba a ser muy parecida a la de la viejita que gritaba enloquecida, pero no. Más bien no. Él ahí, con su librito, esperando sus resultados de un posible cáncer de colon o de alguna cosa horrible, se había dado cuenta de que a él más bien no le interesaba volver a ver un árbol o volver a comer helado o volver a pasear en un centro comercial. “Si me diagnostican algo bien terrible –pensaba Diego–, no tendría que ir mañana a trabajar. Y eso estría muy bien. Eso estaría exageradamente bien”. A Diego le dio algo de vergüenza pensar así, pero ese era, nada que hacer, su pensamiento más real, más verdadero. Tenía ganas de quedarse ahí, con el aire acondicionado, con la cobija, y que los señores del seguro de vida se encargaran del resto. Se le vinieron a la cabeza miles de referentes literarios: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé” (Camus, por supuesto).  “Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijera que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio”. (Kafka, por supuesto)… Pero el referente más bello que recordó fue un pequeño video en el que Danilo Cruz Vélez cuenta una anécdota del poeta Porfirio Barba Jacob: cuenta Cruz Vélez que alguien le dijo que Barba Jacob, enfermo,  dijo alguna vez: “Qué duro que es morirse, pero qué rico haberse muerto”...
“Qué duro que es morirse, pero qué rico haberse muerto”, pensaba Diego con muchísma vergüenza…

Pasaron cinco horas y media, unas tranquilas cinco horas y media, y llegó la doctora. Diego estaba sentado en la silla del cubículo hablando por teléfono con Luis: “Tranquilo, hijo, no pasa nada, qué se van a venir hasta acá… ya te llamo, ya te llamo, llegó la doctora, chao, chao”…

“Hola, doctora, ¿me voy a morir?”… “No se va a morir, señor Polanco. Tiene una infección intestinal que vamos a manejar con antibióticos. Se va a tomar una tableta de Rifamicina cada ocho horas durante tres días. Y se va a tomar una ampolla de Enterogermina Plus cada veinticuatro horas durante los mismos tres días”, etc, etc, etc.

Hoy no fue el día, mañana hay que madrugar (pensó Diego), y salió de la clínica y prendió un cigarrillo y caminó hasta su apartamento y comió sopita de pollo y se tiró en la cama, con Natalia, a ver los últimos minutos de un partido de Copa Libertadores. A las dos horas llegó Marcel y a la hora ya había un silencio casi absoluto en el apartamento. Sólo sonaba, en el fondo del conjunto, la alarma de un carro que algunos malandros acababan de saquear. 






domingo, 3 de enero de 2016

JUANA Y 15.000 COCODRILOS.

Árbol de la vida, Gustav Klimt

   "Hay tantos y hay tantos tantos y tan verdes grises y tan grandes y tantos y tan tan juntos y tan quietos parecen estatuas piedras y tan grandes y con esos dientes colmillos tan enormes, tan gigantes, que si diera yo ahora mismo un saltico hacia adelante, un salto pequeñito, me caería al río y se vendrían todos esos monstruos al mismo tiempo y de tanta tanta hambre que tienen se tragarían todo mi cuerpito en uno dos cuatro segundos. Empezarían tragándose mi barriga de niña con todo el desayuno que desayuné hoy y después mis manitos y mi pelo de niña y después se chuparían toda mi sangre y mi corazón...", pensaba Juana, Juana la linda, mientras miraba a un montón enorme de cocodrilos enormes  que tomaban el sol al borde del río.

   Es que Juana, Juana la linda, antes de estar tan concentrada y tan pensativa viendo esa imagen tan potente que ahora la tenía toda loquita (toda aterradita), se había encaramado en un árbol altísimo para comprobar, con sus propios ojos del color de la miel, si era cierto todo eso que andaba diciendo la gente del barrio. "¡Hay como 15.000 cocodrilos en la orilla del río!", gritaban las gentes. Y Juana quería verlos con sus propios ojos del color de la miel.

   Quería (Juana) enfrentar de frente ese miedo tan tremendo que le había tenido toda la vida (todos sus 22 años de vida) a esos lagartos gigantes y verdes y grises y esos dientes tan miedosos que daban ganas de salir corriendo por las calles arenosas y llegar corriendo a la tienda de Doña Ceci y pedir un aguardiente frío y nunca más pensar en esa idea gaseosa de que algún día los cocodrilos podrían conquistar todo el barrio y subirse hasta las camas de toda la gente.

      "...y si se me comen el corazón —seguía pensando Juana con su pelito casi dorado de habérsela pasado toda la vida al lado del sol y del río y de los pescadores—, si me comen el corazón se me van a comer también las cosas lindas que están guardadas ahí, tan secreto y tan mío todo lo que llevo ahí guardado en esa cajita de sangre y cables, en ese músculo del tamaño de un mango biche. Y los cocodrilos, cuando se traguen mi corazón, van a poder ver y oler y sentir y tocar y respirar ese día que habíamos salido temprano de casa y él me estaba esperando con su bicicleta y su caja de chicles y una botella de tequila caliente y llena, la botella, del viento que tanto le iba pegando cuando la bicicleta salía disparada por las calles del barrio y la arena y el río allá a lo lejos... Y los cocodrilos van a poder ver lo que es ser yo con el pelo suelto, tan suelto,  agarrándome de la espalda de Felipe y bajando en bicicleta hasta la orilla del río y sacar la botella llena de viento y tomar y el pelo suelto, sueltísimo, y seguir bajando a toda velocidad y llegar a esta misma orilla donde todavía no estaban los 15.000 cocodrilos estos. Y decirle ya tirados en la arena: Felipe, si usted me va a besar, espérese a que nos terminemos el tequila porque yo soy una muchacha muy nerviosa...  Y Felipe ahí, esperando tranquilamente, mirando el sol y mis pies, tomando sorbitos pequeños y mirándome mi miedo de que saliera algún cocodrilo de repente y la bicicleta ya tirada en esa arena mojada que tienen las arenas de las orillas de los ríos. Esperando, el lindo de Felipe, hasta que se acabara la tal botella para poderme besar..."

   Y uno a uno se fueron yendo los cocodrilos hacia otros lados lejanos de otros ríos. Y Juana se quedó ahí, en el árbol, como esperando a que algo más pasara. Pero nada más pasó y Juana se bajó del árbol y se acercó lentamente a la orilla y tocó esa arena mojada que tienen las arenas de las orillas de los ríos y se tiró en la arena a esperar a que baje el sol para poder pedirle algún deseo a la primera estrella que se asomara por ahí.