jueves, 5 de enero de 2017

POLVO

La elección, Victor Brauner. 



Este cuentico va dedicado al personaje
principal de
El castillo de Kafka.






    Ya con el corazón convertido en miles de polvos de colores, parecido a una bolsa de ese polvito que comprábamos a 300pesos en la tienda de la esquina (¿Minisigüí, Minisikuí?), ya con el corazón parecido a los huesos pulverizados que le quedaron a mi hermanito en su muñeca después de haberse caído de un balcón, polvo, Pregúntenle al polvo,  polvo de colores pastel, color mariguana, color antología bilingüe de los poemas más tranquilos de William Carlos Williams…ya con el corazón, el polvo de corazón, en un plato de porcelana o en una olla plateada para hacer espagueti, decidí, ya cansado, agotado, buscar algo de ayuda.

   “No tengo más las fuerzas para cuidarme a mí mismo, no tengo más las fuerzas para intentar pegar estos polvitos de colores y ponerlos de nuevo sólidos, uno, para tratar de meterlo, uno, de nuevo en su lugar. ¿Conoce usted a alguien que me pueda ayudar a no ahogarme por las noches vomitando mi propio polvo de colores pastel? Es que me levanto un poco triste, todo chorreado de mi propio músculo de los músculos, todo aguamarina, anaranjado, verde mariguana, morado con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, olor a Menticol, a Icopor; sabor a pulpo, a patacón, a vino blanco, a jugo de melón”, le dije al viejo Ramón en un café de la calle 84, mirándolo un poco a él pero mirando, más bien, el humo de madera que le pasaba flotando por sus ochenta y cinco ojos que todavía le quedan debajo de las gafas, que en español se le dice anteojos y muchas cosas más. “Yo no sé nada del amor, mijo –me dijo el viejo Ramón– , pero conozco a un poeta ruso, un gran maestro, que te puede ayudar a sanar”. Y me escribió la dirección en un papelito. Quedaba ahí, en mi mismo pueblo.

    Salí en el bus amarillo y vi, allá, las casitas detrás del mar, allá, el pueblo del poeta que era mi mismo pueblo, y la música duro, y el aire en mis ojos duro, y los huecos de la carretera duros. En el bolsillo del bluyín, los poemas de William Carlos Williams. En la mano derecha, el plato repleto de polvitos de colores (mi músculo). En la mano izquierda, unas flores para el poeta y el papelito que me había escrito el viejo Ramón. 

     Bajarse del bus amarillo, y el sudor, y el malecón ahí de frente y la camiseta mangasisa ya manchada de todos los poemas. Parar cualquier moto, 1.000pesos, y salir derecho por el malecón destruido de tanta sal y de tantos perros mojados, y sentir, con cada ola, con cada espuma (más bien), el sabor a galleta de aguardiente que queda en la boca después de haber vomitado tanto polvo, tanto hueso, tantas ganas de mirar juntos (el amor) la pastilla azul que se le echa al inodoro para que quede todo azul, el agua azul, la espuma azul, y el orín lo convierte todo en verde y bajamos juntos la cadena y todo, ¡hermoso!, se llena de azul otra vez. Casi para siempre.

    Bajarse de la moto, pagar los mil, y entrar por el jardín de la casa del poeta ruso. Y él ahí, comiendo schi, con su cresta rusa untada de schi, sentado en la mecedora, con sus aretes dorados y su uniforme militar. “Buenas tardes, maestro. Aquí le traje estas flores, están lindas, huelen a pájaros. Maestro, el viejo Ramón me dio su dirección, vengo a que me ayude a pegar este polvo de colores que traigo aquí en este platico, quiero metérmelo de nuevo en mi cuerpo, vengo a que me ayude a poder volver a dormir, tengo muchas ganas de comer bien y que las cosas me sepan a comida, no al espíritu de un pulpo o de un vino blanco o de un patacón. Necesito un poco de ayuda, maestro”.

– Hola, muchacho, tienes cara de enfermo, ¿cuánto dinero tienes en este momento?, ¿cuántas ganas tienes de formar una familia de bien?-, dijo el poeta ruso comiéndose una cantidad enorme de schi con una cuchara de palo.

  Pues, maestro, casi llegando a cero en cuanto a lo del dinero. Y, pues, casi llegando a cero en cuanto a lo de la familia de bien-, le dije con las pestañas perdidas en el infinito de su sopa.

– Entonces olvídate de las mujeres, de todas, y empieza a trabajar en el gran arte de lo masculino. Deja que te viole un negro y ámalo, entiéndelo, trata, poco a poco, de entender el amor de los hombres. Conecta con los hombres, ama a los hombres, besa a los hombres; deja que te toquen a ti, que te besen, que te abracen por la espalda… Haz lo que te digo y, como magia, se va a ir pegando el polvo que traes en el plato. Después, cuando esté sólido, ven aquí y yo te lo vuelvo a meter en el pecho. Tráeme el polvo completamente compacto y yo con mucho gusto te hago la operación.   


    …y salí de ahí en una balsa de guadua, y la moto de nuevo, los mil, el sabor a galleta de aguardiente que trae la espuma, el bus amarillo, la música, la camiseta mangasisa regada de poemas. Y llegar, de nuevo, al café de la 84 donde me estaba esperando el viejo Ramón. Expresso doble color café remolino, negro remolino, negrocafé remolino. Ir cerrando los ojos, el mareo del sueño, y tumbar la cara en el platico lleno de polvos y mancharse los cachetes y las pestañas de colores… por fin dormir. Ahí en la mesa del café con la cara embutida en mi propio músculo, dormir, dormir, dormir… “Mijo, mijo, soy yo el que me quedo dormido en estas reuniones, no tú. Estás muy cansado, mijo, ¿qué necesitas?, ¿para qué me citaste aquí? Me estabas hablando de un polvo de no sé qué colores, ¿cómo que vomitar polvo?, ¿cómo que chorreado de tu músculo?, ¿de qué me estabas hablando? Descansa, mijo, ve a un doctor”. 
“¿Qué día es hoy, Ramón? Estoy un poco perdido. ¿Usted no tiene, por casualidad, el teléfono de un buen psiquiatra?”.
“Descansa, mijo, descansa, aprovecha estos diítas de enero que no hay trabajo. Está muy lindo este regalo de los poemas de Williams, lo leeré con juicio y te cuento. Vete para la casa, mijo, descansa, mañana te paso el teléfono de un buen doctor. Tranquilo, descansa”.







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