jueves, 18 de julio de 2013

CHISPA


Wassily Kandinsky, Composición X




Bailar el jazz es como ir comiendo empanadas mientras el juguito de limón -todo mezclado en salsa picante- se va chorreando lentamente por los cachetes. Es esa dulce algarabía que se produce en las tripas cuando uno se da cuenta de que, por un instante, la gente pierde la memoria. Es esa sensación de atrapar a la chica de uno y decirle: “Ternura, te quiero chupar ese espíritu flotante que tiene tu músculo cardiaco”.

Lo difícil viene después… : llegar al cuarto y ver que las cosas siguen intactas, absurdamente intactas. Es eso de vivir aquí, en esta ciudad construida por un enorme armazón de acero donde el tiempo parece quedarse atascado. Donde los amigos del colegio se pasan la vida hablando de los amigos del colegio y de lo feliz que era la vida antes de percatarnos de que hemos vivido siempre aquí, así, adentro de este lugar donde el tiempo ni siquiera es tiempo; donde las cosas ya no tienen nombre porque se les llama desde un pasado que, así no pueda ser recuperado, todos lo quisiéramos recuperar.

Todos quisiéramos salir a bailar el jazz y llegar a nuestros cuartos y que todo sea distinto. A todos nos gustaría que caiga una lluvia de audífonos o que el mundo se convirtiera, de repente, en una torta gigante de árboles y acetaminofén; en una cascada de óleo sobre tela. 
Pero no. Las cosas permanecen intactas, absurdamente intactas.

A pesar de todo ese atasco, hay algunos de nosotros que vemos una luz, o por lo menos una chispa. Andamos con el pelo largo, con un morral lleno de libros y con los bluyines untados de clorofila. A pesar de que sabemos que todo va a seguir igual, el espíritu de andar sigue vivo en nuestras médulas. Porque la vida, de vez en cuando, regala pequeños instantes de fosforescencia que hacen que todo –así nomás- sea digno de vivirse. La vida es digna de ser vivida porque podemos bailar el jazz …
…por eso yo, el que aquí te habla, te puedo ir hablando así, de esta forma tan líquida y tan tronchada. Y te hablo a ti, ternura. Y te invito a vivir conmigo en una campiña construida por flautas y café, y nos tiramos en la hamaca a leer relatos de Tolstói y nos tomamos unos whiskys con soda y yo te escribo poemas –porque yo soy como un Rimbaud del siglo XXI- y tú sales en las mañanas a trabajar seriamente y yo me quedo ahí, en nuestra campiña, sin camiseta, con los calzoncillos al aire, descifrando la visión de los pájaros. Y el vaso de whisky le va revelando al mundo que lo que yo te escribo (esto mismo que te escribo ahora) viene desde las estrellas. Porque mis palabras hace mucho que no son mis palabras. Porque mis palabras no son de este mundo: son de las nubes; son de los aguaceros de saturno; son del olor a ceniza que esconde la barba del pirata…

…y seguir bailando el jazz, olvidando ese revoltijo de tráficos; de orín; de vidrio; de gramáticas; de ortografías. Y, después, volver a esta ciudad construida por el armazón de acero inoxidable. Pero volver mejor: con un poco más de chispa para seguir viviendo; para seguir rogando por la lluvia de audífonos. Esperar, con más elegancia,  la caída de esos discos de música vieja que se van a explosionar en nuestras caras y van a dejar nuestros músculos rotos, volando por ahí, radiantes, absolutamente radiantes.  

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