Wassily Kandinsky, Composición X |
Bailar el jazz es como ir
comiendo empanadas mientras el juguito de limón -todo mezclado en salsa
picante- se va chorreando lentamente por los cachetes. Es esa dulce algarabía
que se produce en las tripas cuando uno se da cuenta de que, por un instante, la
gente pierde la memoria. Es esa sensación de atrapar a la chica de uno y
decirle: “Ternura, te quiero chupar ese espíritu flotante que tiene tu músculo
cardiaco”.
Lo difícil viene después… :
llegar al cuarto y ver que las cosas siguen intactas, absurdamente intactas. Es
eso de vivir aquí, en esta ciudad construida por un enorme armazón de acero
donde el tiempo parece quedarse atascado. Donde los amigos del colegio se pasan
la vida hablando de los amigos del colegio y de lo feliz que era la vida antes
de percatarnos de que hemos vivido siempre aquí, así, adentro de este lugar
donde el tiempo ni siquiera es tiempo; donde las cosas ya no tienen nombre
porque se les llama desde un pasado que, así no pueda ser recuperado, todos lo
quisiéramos recuperar.
Todos quisiéramos salir a bailar
el jazz y llegar a nuestros cuartos y que todo sea distinto. A todos nos
gustaría que caiga una lluvia de audífonos o que el mundo se convirtiera, de
repente, en una torta gigante de árboles y acetaminofén; en una cascada de óleo
sobre tela.
Pero no. Las cosas permanecen
intactas, absurdamente intactas.
A pesar de todo ese atasco, hay
algunos de nosotros que vemos una luz, o por lo menos una chispa. Andamos con
el pelo largo, con un morral lleno de libros y con los bluyines untados de
clorofila. A pesar de que sabemos que todo va a seguir igual, el espíritu de
andar sigue vivo en nuestras médulas. Porque la vida, de vez en cuando, regala
pequeños instantes de fosforescencia que hacen que todo –así nomás- sea digno de
vivirse. La vida es digna de ser vivida porque podemos bailar el jazz …
…por eso yo, el que aquí te
habla, te puedo ir hablando así, de esta forma tan líquida y tan tronchada. Y
te hablo a ti, ternura. Y te invito a vivir conmigo en una campiña construida por flautas
y café, y nos tiramos en la hamaca a leer relatos de Tolstói y nos tomamos unos
whiskys con soda y yo te escribo poemas –porque yo soy como un Rimbaud del siglo
XXI- y tú sales en las mañanas a trabajar seriamente y yo me quedo ahí, en
nuestra campiña, sin camiseta, con los calzoncillos al aire, descifrando la
visión de los pájaros. Y el vaso de whisky le va revelando al mundo que lo que
yo te escribo (esto mismo que te escribo ahora) viene desde las estrellas.
Porque mis palabras hace mucho que no son mis palabras. Porque mis palabras no
son de este mundo: son de las nubes; son de los aguaceros de saturno; son del
olor a ceniza que esconde la barba del pirata…
…y seguir bailando el jazz,
olvidando ese revoltijo de tráficos; de orín; de vidrio; de gramáticas; de
ortografías. Y, después, volver a esta ciudad construida por el armazón de
acero inoxidable. Pero volver mejor: con un poco más de chispa para seguir
viviendo; para seguir rogando por la lluvia de audífonos. Esperar, con más
elegancia, la caída de esos discos
de música vieja que se van a explosionar en nuestras caras y van a dejar
nuestros músculos rotos, volando por ahí, radiantes, absolutamente
radiantes.
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