Jürgen Partenheimer, Das Archiv. |
Para Ramoncito. Maestro. Maestro de maestros.
Maestro de maestro de maestros.
Maestro de maestro de maestros.
Este
es el cuento de un señor llamado Mateo. El señor Mateo. Yo lo conocí bien, pero
siempre me dio vergüenza preguntarle si había sido verdad ese mito de que un
día se pegó un tiro en la cabeza y sobrevivió para contarle a sus familiares la
extrema sensación familiar que causa todo suicidio. “No me mato por mi
familia”, dice casi todo el mundo. “El
suicidio es un acto de egoísmo”, dice casi todo el mundo. Pues bueno, el mito
dice que el señor Mateo se había pegado un tiro en la cabeza para sentir los
segundos antes, aquel sentimiento de pensar tanto y tanto en la familia. Dice
el mito que sobrevivió para contarle a su familia lo que es, realmente, ese
sentimiento de no matarse por la familia.
Un cuento raro, por supuesto.
Pero bueno, el cuento que yo vengo a
contar del señor Mateo es la pura verdad. Es la pura verdad porque yo lo vi con
mis propios ojos.
El señor Mateo tenía setenta y cuatro años
cuando yo lo conocí. Era profesor de urbanismo en la facultad de arquitectura
de la Pontificia Universidad de
Nefelibatta. Lo conocí porque por esas épocas yo me la pasaba tirado en el
pasto de la Universidad, embobado con las iguanas. “Les gusta mucho comer
flores colorinches, entre más feo y más rimbombante el color, más les gusta”,
me dijo el señor Mateo, un viejo muy blanco que yo nunca había visto. Estaba quieto, con unas fotocopias en la
mano, tirado en el pasto, sin zapatos, con un gorrito de explorador que nunca
se quitó. La gente decía que no se quitaba el gorrito para esconder el hueco
que le hizo la bala.
De la gastronomía de las iguanas pasamos a
hablar de las lavanderías del tercer mundo y de las medias blancas en los
hombres de edad, después me contó sobre el tipo de armas que se pueden comprar
por menos de un millón de pesos en la calle décima con carrera décima. Y así.
Nos encontrábamos casi todos los miércoles, antes de la hora del almuerzo, sin cita previa, en el pastico de la
Universidad. Un miércoles me dijo que uno a su edad, “setenta pasaditos”, tenía
que hacerse amigo, exclusivamente, de las señoras de bien, “porque las señoras
de bien lo invitan a uno a almorzar y uno sólo tiene que quedarse ahí, con cara
de ponqué, escuchando la chismorrería. Y sólo hay una cosa mejor en esta vida
que almorzar gratis: el chisme. El buen chisme”.
Yo sólo escuchaba al señor Mateo. Le
escuchaba historias de todo tipo mientras mis ojos se embobaban
sistemáticamente con las iguanas que iban comiendo, tranquilitas, flores moradas, rosadas, aguamarinas, anaranjadas
tigre.
Llegué un poco tarde un miércoles y el
señor Mateo ya estaba ahí. Estaba ahí, pero con los zapatos puestos. Estaba
parado en la sombrita de un árbol de flores vacías. “Mijo, vamos a almorzar con
unas señoras de bien que me invitaron. Les dije que iba con un alumno muy
importante”. (El señor Mateo me había dicho que un día me iba a iniciar en su
ritual de almorzar gratis y escuchar chismes). “Oquei −le dije−, por qué no”.
Eran tres señoras entaconadas. Pelos
cortos pero altos, algo anaranjados. Alguna de ellas olía al maquillaje de mi
abuela. Nos sentamos en una mesa negra rodeada por una pecera gigante repleta
de langostas que se rascaban las antenas contra el vidrio. “¿Cuántas?”, preguntó la más animada de las
señoras. “Yo me mando una entera, creo”, dije yo. “Yo también”, dijo el señor
Mateo. Pedimos cuatro langostas: dos para ellas tres y dos para el señor Mateo
y para mí.
Las señoras, por fin, arrancaron con su
repertorio de chismes. El señor Mateo interesadísimo, con cara de ponqué, y yo
más bien embobado con esa anatomía toda alienígena de las langostas.
Extrañadísimo de ver la naturalidad con la que los meseros sacaban las
langostas de la pecera y se las llevaban a la cocina. “Ya están en
preparación”, dijo un mesero muy guapo que conocía muy bien a las señoras. Las
llamaba por sus apodos: señora Chichí, señora Mimi y señorita Tuti.
Pasaron un par de minutos largos y fui
saliendo de mi hipnosis. Empecé a sentir un sonido insoportable que no me
dejaba concentrar en la anatomía alienígena de las langostas. Un chillido
agudísimo, como el de un bebé recién nacido llorando, que tapaba el rock de los
ochentas que estaba sonando en el restaurante…
…“¿Qué
es ese ruidito tan desesperante, señor Mateo?"
“Ese
es el lamento de las langostas, mijo. Las meten vivas en una olla de agua
salada hirviendo. Y así se cocinan mejor”.
“Pero
no entiendo, señor Mateo, cómo es posible que puedan llorar, ¿tienen cuerdas
vocales?, ¿lloran de sufrimiento?, ¿tienen sistema nervioso complejo?"
“Hay
muchas teorías al respecto, mijo. Algunos científicos dicen que no sienten
dolor, pero hay nuevos estudios que dicen que sí. Yo la verdad no sé. Yo lo que
sé es que a mí me gustaría ser una langosta de restaurante; sentir cómo mi
cuerpo se va convirtiendo en ese color tan lindo que tienen los crustáceos
cocinados. Nadar por algunos minutos en un mar hirviendo. Sentir las burbujitas
del agua. Y después contarle a los clientes el verdadero misterio del sistema
nervioso complejo. Me gustaría ser un ciclista que termina el Tour de Francia,
y bañarme y verme las piernas llenas de moretones en el espejo. Y después
decirle a la gente: <<Acabar
el Tour de Francia se siente como tomarse un Bloody Mary después de un tsunami
en Bolivia>>. Me gustaría que me enterraran
vivo para sentir la lluvia de tierra cayendo en la madera del ataúd. O que me
enterraran vivo sin ataúd para sentir la lluvia de tierra cayéndome en los
párpados, en los labios, en los dedos de los pies. Y después decirle a mis
alumnos que tienen un 0.3 en la nota final del semestre por no llorar en mi
entierro. Me gustaría parir un hijo en un hospital público, y después, ahí en
la sala de partos, fumarme un paquete de Marlboro después de nueve meses de
abstinencia. Y decirle al doctor: <<Señor
doctor, el tabaco procesado es la más grande de las creaciones de Dios>>. Me gustaría ser un caracol y darle la vuelta a la
ciudad en una bolsa de supermercado colgada de la bicicleta de una niña experta
en saltar el lazo…”...
Yo, la verdad, no pude comer langosta. Le
di dos mordiscos que me supieron a bebé quemándose en las hogueras de la Santa
Inquisición. El señor Mateo se terminó la mía, pidió un café americano y me
dijo que lo acompañara donde el chef.
Vimos cómo cogían a las langostas vivas
(de un color muy diferente a “ese color tan lindo que tienen los crustáceos cocinados”)
y las iban metiendo de cabeza al hervidero. Después los chillidos. El señor
Mateo me agarró fuertísimo con una mano y metió la otra en una de las ollas
hirviendo. Gritó de una manera muy tranquila y, entre el escándalo de los
cocineros, salimos caminando de la cocina. “Yo creería que los gritos sí son de
dolor”, le dijo el señor Mateo a las tres señoras.
Cogí un bus a la casa y me pasé todo el
recorrido dándole vueltas a un pensamiento infantil: “creo que el señor Mateo
es mi mejor amigo, o algo así”. Creo que de verdad lo sentía. Pero bueno, la
verdad es que es bastante fácil ser mi mejor amigo. Basta, nomás, con ser mi
amigo. La verdad es que nunca he tenido amigos (ni antes ni después del señor
Mateo) porque no logro entender bien qué es lo que me están diciendo los otros.
O, más bien, para decirlo mejor, no
logro concentrarme cuando alguien me está hablando de las cosas que hablan los
amigos.
Todos los miércoles, durante dos años y
cuatro meses casi exactos, me veía con el señor Mateo en el lugar de las
iguanas que comen flores. Después del día del almuerzo, el señor Mateo andaba
con un guante vinotinto que le pegaba muy bien con su ropa elegantísima y su
sombrerito de explorador. Siempre se
quitaba los zapatos y se ponía a calificar exámenes o a leer fotocopias
de los libros de Emil Cioran. Y después
de un tiempo se ponía a hablar. A contar, sobre todo, los chismes de los
chismes que le habían contado las señoras de bien. “Ya todos los amigos se
están muriendo, mijo. Este lunes se murió Chichí. Creo que tú la conociste.
¿Ella estaba ahí el día de las langostas?”.
El
señor Mateo murió un viernes en la madrugada. Casi un jueves. La noticia me la
contó el decano de la facultad, que sabía que el viejo profesor era mi amigo.
El decano me dijo que por favor le
avisara a todos los alumnos. Y bueno, la verdad es que yo no conocía a nadie, y
mucho menos a la gente de arquitectura. Decidí escribir la noticia en una
cartelera, poner la hora y el lugar del entierro y coger un bus hacia el norte.
Supongo que en el recorrido iba pensando
en caracoles, en iguanas comiendo flores, en el anaranjado de los tigres.
Cuando cayó la primera palada de
tierra sobre el ataúd, me tiré al hueco y me acosté bocarriba. Alcancé a sentir
la segunda lluvia de tierra en mis párpados y en mis labios. La tierra sabía a
tierra. Los encargados del cementerio me sacaron del hueco y me pidieron, muy
amablemente, que me retirara del lugar. Que un cementerio no es ningún lugar
para chistes.
Me sacudí la tierra de la ropa y decidí
irme caminando para la casa.
Cada vez mejor, como lo disfruto...
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