miércoles, 9 de mayo de 2018

LAS IGUANAS COMEN FLORES

Jürgen Partenheimer, Das Archiv




Para Ramoncito. Maestro. Maestro de maestros.
Maestro de maestro de maestros
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        Este es el cuento de un señor llamado Mateo. El señor Mateo. Yo lo conocí bien, pero siempre me dio vergüenza preguntarle si había sido verdad ese mito de que un día se pegó un tiro en la cabeza y sobrevivió para contarle a sus familiares la extrema sensación familiar que causa todo suicidio. “No me mato por mi familia”, dice casi todo el mundo.  “El suicidio es un acto de egoísmo”, dice casi todo el mundo. Pues bueno, el mito dice que el señor Mateo se había pegado un tiro en la cabeza para sentir los segundos antes, aquel sentimiento de pensar tanto y tanto en la familia. Dice el mito que sobrevivió para contarle a su familia lo que es, realmente, ese sentimiento de no matarse por la familia.

     Un cuento raro, por supuesto.

      Pero bueno, el cuento que yo vengo a contar del señor Mateo es la pura verdad. Es la pura verdad porque yo lo vi con mis propios ojos.

     El señor Mateo tenía setenta y cuatro años cuando yo lo conocí. Era profesor de urbanismo en la facultad de arquitectura de la  Pontificia Universidad de Nefelibatta. Lo conocí porque por esas épocas yo me la pasaba tirado en el pasto de la Universidad, embobado con las iguanas. “Les gusta mucho comer flores colorinches, entre más feo y más rimbombante el color, más les gusta”, me dijo el señor Mateo, un viejo muy blanco que yo nunca había visto.  Estaba quieto, con unas fotocopias en la mano, tirado en el pasto, sin zapatos, con un gorrito de explorador que nunca se quitó. La gente decía que no se quitaba el gorrito para esconder el hueco que le hizo la bala.

    De la gastronomía de las iguanas pasamos a hablar de las lavanderías del tercer mundo y de las medias blancas en los hombres de edad, después me contó sobre el tipo de armas que se pueden comprar por menos de un millón de pesos en la calle décima con carrera décima. Y así. Nos encontrábamos casi todos los miércoles, antes de la hora del almuerzo,  sin cita previa, en el pastico de la Universidad. Un miércoles me dijo que uno a su edad, “setenta pasaditos”, tenía que hacerse amigo, exclusivamente, de las señoras de bien, “porque las señoras de bien lo invitan a uno a almorzar y uno sólo tiene que quedarse ahí, con cara de ponqué, escuchando la chismorrería. Y sólo hay una cosa mejor en esta vida que almorzar gratis: el chisme. El buen chisme”.

     Yo sólo escuchaba al señor Mateo. Le escuchaba historias de todo tipo mientras mis ojos se embobaban sistemáticamente con las iguanas que iban comiendo, tranquilitas,   flores moradas, rosadas, aguamarinas, anaranjadas tigre.  
        Llegué un poco tarde un miércoles y el señor Mateo ya estaba ahí. Estaba ahí, pero con los zapatos puestos. Estaba parado en la sombrita de un árbol de flores vacías. “Mijo, vamos a almorzar con unas señoras de bien que me invitaron. Les dije que iba con un alumno muy importante”. (El señor Mateo me había dicho que un día me iba a iniciar en su ritual de almorzar gratis y escuchar chismes). “Oquei −le dije−, por qué no”.  

      Eran tres señoras entaconadas. Pelos cortos pero altos, algo anaranjados. Alguna de ellas olía al maquillaje de mi abuela. Nos sentamos en una mesa negra rodeada por una pecera gigante repleta de langostas que se rascaban las antenas contra el vidrio.  “¿Cuántas?”, preguntó la más animada de las señoras. “Yo me mando una entera, creo”, dije yo. “Yo también”, dijo el señor Mateo. Pedimos cuatro langostas: dos para ellas tres y dos para el señor Mateo y para mí.  

    Las señoras, por fin, arrancaron con su repertorio de chismes. El señor Mateo interesadísimo, con cara de ponqué, y yo más bien embobado con esa anatomía toda alienígena de las langostas. Extrañadísimo de ver la naturalidad con la que los meseros sacaban las langostas de la pecera y se las llevaban a la cocina. “Ya están en preparación”, dijo un mesero muy guapo que conocía muy bien a las señoras. Las llamaba por sus apodos: señora Chichí, señora Mimi y señorita Tuti.   

    Pasaron un par de minutos largos y fui saliendo de mi hipnosis. Empecé a sentir un sonido insoportable que no me dejaba concentrar en la anatomía alienígena de las langostas. Un chillido agudísimo, como el de un bebé recién nacido llorando, que tapaba el rock de los ochentas que estaba sonando en el restaurante…

…“¿Qué es ese ruidito tan desesperante, señor Mateo?"

“Ese es el lamento de las langostas, mijo. Las meten vivas en una olla de agua salada hirviendo. Y así se cocinan mejor”.

“Pero no entiendo, señor Mateo, cómo es posible que puedan llorar, ¿tienen cuerdas vocales?, ¿lloran de sufrimiento?, ¿tienen sistema nervioso complejo?"

“Hay muchas teorías al respecto, mijo. Algunos científicos dicen que no sienten dolor, pero hay nuevos estudios que dicen que sí. Yo la verdad no sé. Yo lo que sé es que a mí me gustaría ser una langosta de restaurante; sentir cómo mi cuerpo se va convirtiendo en ese color tan lindo que tienen los crustáceos cocinados. Nadar por algunos minutos en un mar hirviendo. Sentir las burbujitas del agua. Y después contarle a los clientes el verdadero misterio del sistema nervioso complejo. Me gustaría ser un ciclista que termina el Tour de Francia, y bañarme y verme las piernas llenas de moretones en el espejo. Y después decirle a la gente: <<Acabar el Tour de Francia se siente como tomarse un Bloody Mary después de un tsunami en Bolivia>>. Me gustaría que me enterraran vivo para sentir la lluvia de tierra cayendo en la madera del ataúd. O que me enterraran vivo sin ataúd para sentir la lluvia de tierra cayéndome en los párpados, en los labios, en los dedos de los pies. Y después decirle a mis alumnos que tienen un 0.3 en la nota final del semestre por no llorar en mi entierro. Me gustaría parir un hijo en un hospital público, y después, ahí en la sala de partos, fumarme un paquete de Marlboro después de nueve meses de abstinencia. Y decirle al doctor: <<Señor doctor, el tabaco procesado es la más grande de las creaciones de Dios>>. Me gustaría ser un caracol y darle la vuelta a la ciudad en una bolsa de supermercado colgada de la bicicleta de una niña experta en saltar el lazo…”...


      Yo, la verdad, no pude comer langosta. Le di dos mordiscos que me supieron a bebé quemándose en las hogueras de la Santa Inquisición. El señor Mateo se terminó la mía, pidió un café americano y me dijo que lo acompañara donde el chef.

     Vimos cómo cogían a las langostas vivas (de un color muy diferente a “ese color tan lindo que tienen los crustáceos cocinados”) y las iban metiendo de cabeza al hervidero. Después los chillidos. El señor Mateo me agarró fuertísimo con una mano y metió la otra en una de las ollas hirviendo. Gritó de una manera muy tranquila y, entre el escándalo de los cocineros, salimos caminando de la cocina. “Yo creería que los gritos sí son de dolor”, le dijo el señor Mateo a las tres señoras.  

     Cogí un bus a la casa y me pasé todo el recorrido dándole vueltas a un pensamiento infantil: “creo que el señor Mateo es mi mejor amigo, o algo así”. Creo que de verdad lo sentía. Pero bueno, la verdad es que es bastante fácil ser mi mejor amigo. Basta, nomás, con ser mi amigo. La verdad es que nunca he tenido amigos (ni antes ni después del señor Mateo) porque no logro entender bien qué es lo que me están diciendo los otros. O, más bien, para decirlo mejor,  no logro concentrarme cuando alguien me está hablando de las cosas que hablan los amigos.

      Todos los miércoles, durante dos años y cuatro meses casi exactos, me veía con el señor Mateo en el lugar de las iguanas que comen flores. Después del día del almuerzo, el señor Mateo andaba con un guante vinotinto que le pegaba muy bien con su ropa elegantísima y su sombrerito de explorador. Siempre se  quitaba los zapatos y se ponía a calificar exámenes o a leer fotocopias de los libros de Emil Cioran.  Y después de un tiempo se ponía a hablar. A contar, sobre todo, los chismes de los chismes que le habían contado las señoras de bien. “Ya todos los amigos se están muriendo, mijo. Este lunes se murió Chichí. Creo que tú la conociste. ¿Ella estaba ahí el día de las langostas?”.

       El señor Mateo murió un viernes en la madrugada. Casi un jueves. La noticia me la contó el decano de la facultad, que sabía que el viejo profesor era mi amigo. El  decano me dijo que por favor le avisara a todos los alumnos. Y bueno, la verdad es que yo no conocía a nadie, y mucho menos a la gente de arquitectura. Decidí escribir la noticia en una cartelera, poner la hora y el lugar del entierro y coger un bus hacia el norte.  Supongo que en el recorrido iba pensando en caracoles, en iguanas comiendo flores, en el anaranjado de los tigres.

         Cuando cayó la primera palada de tierra sobre el ataúd, me tiré al hueco y me acosté bocarriba. Alcancé a sentir la segunda lluvia de tierra en mis párpados y en mis labios. La tierra sabía a tierra. Los encargados del cementerio me sacaron del hueco y me pidieron, muy amablemente, que me retirara del lugar. Que un cementerio no es ningún lugar para chistes.


        Me sacudí la tierra de la ropa y decidí irme caminando para la casa.   

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