lunes, 11 de febrero de 2019

YO TAMBIÉN PUEDO ESCRIBIR POEMAS ERÓTICOS, MARIANITA



Enigmatic Combat, Arshile Gorky.




Para Mariana García, por supuesto, sin nombres inventados.  


       Va un cuento corto. Va una prosa de cinco de la mañana, cafecito en jarra y tabaco en bolsa, escrita en el puro occidente de Occidente, en el frío revuelto, febrero, en la palabra mariposa, en la palabra bolsillo. En fin, en la palabra algodón, en el borde del temblor. En fin, en el sufrimiento tranquilo, nostálgico, de cualquier olor de esos que va dejando el amor en los dedos, en las manos enteras, en la libreta amarilla, en los libros de Jung regados de tequila caliente. En fin, mañanas sólidas, gaseosas, mañanas de los estados no líquidos de la materia; gaseosas, sólidas, mañanas de la pura vida real. (Cuenta la prosa, Óscar, cuenta la prosa y deja de vivir adentro de la palabra algodón. ¿No era un cuento corto? Se te va alargando la cosa). Va, va:  

mi hermano mellizo, Adrián Graff, es dueño de unos gimnasios tremendos en Costa Rica. Me llamó aquí a Europa hace cuatro meses: “Hermanito, venga a visitarnos a Costa. Ya mi hijita está grande, el jueguito de Uuuuuuppaachooo que usted le enseñó es su jueguito favorito. No quiero que se la pierda, va creciendo brutal. Venga y pasamos el año nuevo juntos y estamos en familia y nos reímos un mes”. Adrián sabe, claro, que yo ando sin dinero. En fin, me prestó el dinero y compramos los tiquetes.

Dos meses después de esa llamada, a unas semanas de mi viaje (o algo así), me llamó otra vez:

“Osquítar, aquí al gimnasio viene una chica que se lo quiere tragar. Es una delicia de mujer”.

“¿Y por qué me va a querer tragar si no me ha visto, Adriancito?”.

“Pues porque, no sé cómo, llegó a sus libros… y me preguntó: ‘¿Usted tiene un hermano, o un primo, que se llama Óscar Graff, y que es escritor?’. Y yo le dije: ‘Claro, mi hermanito se va a ganar un día de estos el premio Nobel de literatura. Escribe como un ángel, como un pavo real’… Y ella: ‘Uf, qué sexi como escribe su hermano. Ya me leí dos libros de él, El mamarracho de no sé qué y Las cosas de no sé qué. Tiene razón, escribe como un pavo real’.  Y yo: ‘Viene en un par de semanas’. Y le mostré unas fotos suyas y quedó enamorada de su pelito largo canoso y de su aretico pirata y de su cuento… Se llama Mariana, la chica”.

“Uy, Adriancito, ese cuento está raro. Qué rico”.

Llegué a Costa Rica y jugué Uuuuuuppaachooo con Wama Wama sin parar. Diez horas al día. En la noche, ya ella dormidita, salíamos con Nicole (la esposa de mi hermano) y con Adrián a tomar aguardiente sin anís en la terraza, a respirar el olor del pasto en el calor, que es parecido al olor del sexo en la ducha, al olor de las cebollas cuando se empiezan a asar en el sartén. Olores lindos, pues.

“No se haga el marica, papo, ya va siendo hora de que llame a Marianita. Ya han pasado muchos meses desde su cuento con Pimienta. No sea bobo, no sufra, llame a Marianita. Es hermosa”, me dijo un día Adrián mientras aspirábamos, como cocaína, el olor del pasto en el calor, el olor del aguardiente sin anís.

Una mañana de esas lindas del centro de América, diez a eme, viendo una cancha de golf y una piscina con un flotador de piña flotando, haciendo lo suyo, el flotador, flotar solito, le escribí: “Ey”. Y ella me escribió: “Ey, jajaj. ¿Quién es?”. Y yo: “Ey, chica. Es Óscar Graff. Qué nervios esto. ¿Quieres salir hoy por ahí cerca de SantaAna, a un barcito, o algo, o muy tonto?”. Y ella: “Ey, hola, jaja. Pensé que no me ibas a escribir nunca. Jajaj. Claro, salgamos. Conozco un lugar bueno por ahí por SantaAna, hay una orquesta toda rara que toca merengue. Jajaja”. Y yo: “Fantástico. Qué rock and roll ir a escuchar merengue en vivo, muy punkera la cosa”. Y ella: “Jajaja. Sí, es muy punkero el merengue. Listo. Yo llego en un Uber”. “Listo”.  Direcciones, horas, etcétera.

Me afeité los pelos del pipí, fui a hacer ejercicio con mi hermano. En el baño del gimnasio, el mejor baño de la historia de todos los gimnasios (¡regalan talco y desodorante!),  me desnudé y le pregunté a Adrián que cómo me veía. “Lo veo hermoso, mi pez, mejor que nunca… Tiene marcaditos los músculos, está flaco, está lindo… No tenga nervios, perrito, usted igual podría ser asqueroso y no importaría: no hay ninguna chica en el mundo que no le quiera chupar ese cerebro suyo”. Y yo: “Qué cerebro ni qué hijueputas. Qué nervios. Yo nunca he hecho un blind date y esas vainas, perro. Qué nervios. Además esa chica está muy guapa, ¿usted le ha visto ese culo en esas fotos? ¿Qué tal que me vea y se asuste y salga corriendo?”.  “Jajaja. No sea marica, Osquítar, venga y nos bañamos, almorzamos en casa, jugamos con Wama Wama un rato, y le explico cómo llegar al bar y tal… Cualquier cosa me llama y yo lo recojo. Si va bien la vaina, yo le caigo con Nicole y rumbeamos con ustedes”, etcétera. “Hágale, hágale”…

Yo estaba sentado en la terraza del bar con un wisqui y el teléfono en la mesa, la palabra mariposa, la imagen de la imagen de la imagen de un poema que ya nunca más voy a poder escribir. Le escribí: “Ya estoy acá, chica. En la terraza. Soy el señor de pelo largo con una cara de asustado que no puede con ella, con una cara de un señor que lo van a matar en un par de horas”. Y ella: “Jajajaja. Ya llego. En tres minuticos según el mapa de Uber”… (“¿Qué pensó cuando vio a esa mamasota entrar en la terraza?”, me preguntó Marianita un mes después. “Pensé: ojalá se tropiece y se caiga y pase una pena tremenda para que estemos en igualdad de condiciones en nuestra primera conversación”, le dije. “Jajaja. Usted está muy loquito, niño”, me dijo. “Es usted la que está muy loquita, niña, no lo crea”, le dije). Lo primero que dijo Mariana en la terraza: “Ok, esta es la primera vez que yo hago un blind date, estoy nerviosa y no me gusta eso. Pidamos tres tequilas cada uno, nos los tomamos y ahí sí empezamos a hablar”. “Es una gran idea, Mariana, usted es una persona sumamente inteligente”. Y tomamos tequila y hablamos. Ella me hacía preguntas de mis libros, y yo: “No, no, Juana es un personaje, es una ficción, no es nadie en la vida real”. Y ella: “No sea mentiroso, mae, pero bueno, si algún día yo salgo en uno de sus libros, a mí me pone 'Mariana', tal cual, no se me vaya a inventar un nombre de esos todos feos que usted le pone a sus exnovias”. La gente de al lado nos miraba con mucha envidia: no es fácil reírse tanto con otra persona. No todos lo logran. Casi nadie lo logra. 

Merengue punk, tequila, chiliguaro; Nicole y mi hermano llegaron a la rumba. Más merengue, más punk, más tequila, más chiliguaro… Adrián y yo dándonos besos en la boca, y Nicole explicándole a Mariana que nosotros siempre hacíamos ese tipo de cosas cuando nos íbamos pasando de traguitos: “Se aman tanto que a veces lo tienen que pasar a lo físico”, le decía Nicole a Mariana. Y Mariana explosionada de la risa: “Están muy loquitos estos maes”.  Nicole y Adrián se fueron a cuidar a Wama Wama y yo me quedé con Mariana en la barra. Mirándonos.

“Usted es una persona muy linda físicamente. Usted es un diez en la escala machista”.

“Jajaja. No me ponga números”.

“Póngame un número usted a mí. ¿De uno a diez qué tan lindo soy?”.

“Yo no le pongo números a nada, Óscar. Está loco. Sólo le digo que usted también es una persona muy linda físicamente”.

“Mentirosa”.

“No sea inmaduro. Usted sabe que sí”.

“Mentirosa. Ya está borracha”.

“Piense lo que quiera. Usted me gusta, y punto. Sin números”.

“Pues usted es un diez, Marianita”.

“Me voy a ir si me sigue diciendo que soy un número”.

“Perdón, perdón, era un chiste, ya, ya…”.

“¿Otro chiliguaro?”

“Deme un beso con lengua, Mariana”.

“No. Cálmese”.

“¿Sí ve?, no le gusto. Me voy a pedir el tal chiliguaro. Ya vengo”.

“No se aleje de mí, Óscar. Quédese”.

“Me acaba de decir que no me quiere dar un beso”.

“No se aleje”.

Y me cogía del cuello y no me dejaba despegarme ni dos centímetros. “¿Puedo salir a fumar, Marianita?”. “Sí, pero tiene que arreglárselas para fumar sin despegarse de mí”. “Está bien, mi amor, se lo juro que no me alejo”.

Tres días después nos levantamos desnudos, en la cama del cuarto de invitados de mi hermano, y Mariana puso su cabeza en mi pecho. “Niña le dije—, hablando objetivamente, usted tiene el culo más perfecto de Centroamérica”. “Niño me dijo—,hablando objetivamente, yo tengo el culo más perfecto de toda América”. Me pasó mi libreta amarilla y un lápiz, y me dijo: “Escriba”. Y yo: “Eso no funciona así, niña”. Y ella: “Escriba. Yo me voy quedando dormida en su pecho. ¿Por qué madruga tanto, mae?, déjeme dormir, usted escriba”. Prendí un cigarrillo, apoyé la libreta en el pelo de Mariana y me puse a escribir mientras ella se dormía en mi pecho adolorido de tantas pesas. Músculos rotos, C3 H3 O6. Se levantó a las dos horas: “¿Qué escribió, Ós?” . “Le escribí un poema, M”. “A ver”…

“Me parece lindo el poema, Ós, pero pensé que iba a escribir algo más erótico. Menos símbolos, menos algodones, menos cohetes y laberintos. Estoy desnuda en frente suyo, Óscar, ¿lo primero que se le viene a la cabeza es un cohete de chicle?”.

“Para mí sí es un poema erótico, M, para mí el erotismo está en el corazón, en las cicatrices de la piel. `Todo es sexo menos el sexo', decía Óscar Wilde".   

“Hagamos algo: quédese en esa misma posición, yo se la chupo y usted escribe. Vamos a ver qué tan en el corazón está el erotismo, vamos a ver qué tan no sexo es el sexo”.

“Va”.   

“Véngase en mi boca, por favor, y termine el poema en ese momento”.

“Va”.

Explosión absoluta, metafísica, el peso de las dos galaxias en los aductores. “¿Cuánto líquido le cabe en su cuerpo, mae?, qué cantidad tan brutal, es como si todo su cuerpo estuviera hecho de leche… A ver el poema”.  

(…)


“¿Ve, niña?, yo también puedo escribir poemas eróticos, cruditos, literales, líquidos”.

“¿Me lo regala?”.

“Claro”.

“¿Se lo puedo mostrar a mis amigas, o le da vergüenza?”.

“Claro que sí, se lo puede mostrar al que usted quera”.

“Por favor no lo publique, Óscar”.

“¿Por qué?”

“Porque va a parecer que quiere demostrarle a esa tal Pimienta que usted también ha estado bien. Deje que el poema quede entre usted y yo, no meta a sus exnovias con nombres inventados en nuestra cama. Ella quiere hacerle saber a todo el mundo que ella tiene sexo, usted no le juegue a lo mismo. Usted quédese aquí conmigo, no se aleje”.   

“Está bien. Tiene razón”.

“¿Le puede escribir al poema ‘Para Mariana García, sin nombres inventados’? ”.

“Claro que sí, chica, pase el papel”… : las manos temblando todavía de la explosión: ‘Para Mariana García, por supuesto, sin nombres inventados”. Y le puse título al poema: “Mire que yo también puedo escribir poemas eróticos, Marianita, ahora vámonos a tomar café y a comer gallo pinto, no hablemos más de poesía, por favor, dejemos este cliché de la literatura y vamos a la vida, vamos a flotar con el flotador que está flotando solito en el la piscina”.  Me dio un besito, nos bañamos, el olor del sexo en la ducha, el olor del pasto caliente, el olor de la cebolla en el sartén.

Jugamos en la piscina, cigarrillos y cervezas, comimos gallo pinto y nos fuimos a dar una vuelta por ahí. Y así seguimos dando vueltas por ahí: un día cualquiera, un martes verde, entramos a una tienda de LEGO y jugamos al LEGO: “A ver: usted escoge, en su cabeza, el juguete que le regalaría a un hijo que tuviera conmigo, y yo hago lo mismo. Si escogemos el mismo juguete, deberíamos pensar en que un hijo que venga de nosotros dos sería muy feliz”. “Va, ¿y si no escogemos el mismo?”. “Pues deberíamos pensar en que un hijo que venga de nosotros dos no sería tan feliz”. “Va”. Ella escogió una casa, algo muy parecido a la palabra albaricoque, y yo escogí a un director de cine, algo más bien parecido a la palabra limón. Nos reímos y ella se comió un helado de frutas raras en la heladería de la esquina.

“Oiga, Marinaita, mañana me devuelvo para Europa”.

“Yo sé. No lo diga mucho. Qué rabia”.

“¿Me deja algún día publicar un cuento sobre el día que le escribí el poema erótico, o creería que es meter a mis exnovias con nombres inventados en nuestra cama? Yo le prometí que no iba a publicar el poema, se lo juré. Pero me dan ganas de escribir una prosa sobre usted. No le quiero demostrar nada a nadie, créame, quiero sentir qué se siente escribir una prosa donde el personaje sea de verdad, y diga la palabra “mae”, quiero un personaje que use de forma orgánica el ‘pura vida’ ”. 

“Jajaja. Yo sé, Óscar, que usted lo va a hacer igual. Usted no deja pasar nada en sus libros, no se queda callado. Es como no tener vida privada. Es tenebroso hacer algo con usted porque uno sabe que después todo el mundo se va a enterar. Sólo le pido lo que le pedí el primer día: yo me llamo Mariana, y punto. Ni Juana ni Cloé ni nada de esas cosas feas”. 

“Pura vida, mi amor”.

“Pura vida, mi amor, no se aleje”. 

miércoles, 9 de mayo de 2018

LAS IGUANAS COMEN FLORES

Jürgen Partenheimer, Das Archiv




Para Ramoncito. Maestro. Maestro de maestros.
Maestro de maestro de maestros
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        Este es el cuento de un señor llamado Mateo. El señor Mateo. Yo lo conocí bien, pero siempre me dio vergüenza preguntarle si había sido verdad ese mito de que un día se pegó un tiro en la cabeza y sobrevivió para contarle a sus familiares la extrema sensación familiar que causa todo suicidio. “No me mato por mi familia”, dice casi todo el mundo.  “El suicidio es un acto de egoísmo”, dice casi todo el mundo. Pues bueno, el mito dice que el señor Mateo se había pegado un tiro en la cabeza para sentir los segundos antes, aquel sentimiento de pensar tanto y tanto en la familia. Dice el mito que sobrevivió para contarle a su familia lo que es, realmente, ese sentimiento de no matarse por la familia.

     Un cuento raro, por supuesto.

      Pero bueno, el cuento que yo vengo a contar del señor Mateo es la pura verdad. Es la pura verdad porque yo lo vi con mis propios ojos.

     El señor Mateo tenía setenta y cuatro años cuando yo lo conocí. Era profesor de urbanismo en la facultad de arquitectura de la  Pontificia Universidad de Nefelibatta. Lo conocí porque por esas épocas yo me la pasaba tirado en el pasto de la Universidad, embobado con las iguanas. “Les gusta mucho comer flores colorinches, entre más feo y más rimbombante el color, más les gusta”, me dijo el señor Mateo, un viejo muy blanco que yo nunca había visto.  Estaba quieto, con unas fotocopias en la mano, tirado en el pasto, sin zapatos, con un gorrito de explorador que nunca se quitó. La gente decía que no se quitaba el gorrito para esconder el hueco que le hizo la bala.

    De la gastronomía de las iguanas pasamos a hablar de las lavanderías del tercer mundo y de las medias blancas en los hombres de edad, después me contó sobre el tipo de armas que se pueden comprar por menos de un millón de pesos en la calle décima con carrera décima. Y así. Nos encontrábamos casi todos los miércoles, antes de la hora del almuerzo,  sin cita previa, en el pastico de la Universidad. Un miércoles me dijo que uno a su edad, “setenta pasaditos”, tenía que hacerse amigo, exclusivamente, de las señoras de bien, “porque las señoras de bien lo invitan a uno a almorzar y uno sólo tiene que quedarse ahí, con cara de ponqué, escuchando la chismorrería. Y sólo hay una cosa mejor en esta vida que almorzar gratis: el chisme. El buen chisme”.

     Yo sólo escuchaba al señor Mateo. Le escuchaba historias de todo tipo mientras mis ojos se embobaban sistemáticamente con las iguanas que iban comiendo, tranquilitas,   flores moradas, rosadas, aguamarinas, anaranjadas tigre.  
        Llegué un poco tarde un miércoles y el señor Mateo ya estaba ahí. Estaba ahí, pero con los zapatos puestos. Estaba parado en la sombrita de un árbol de flores vacías. “Mijo, vamos a almorzar con unas señoras de bien que me invitaron. Les dije que iba con un alumno muy importante”. (El señor Mateo me había dicho que un día me iba a iniciar en su ritual de almorzar gratis y escuchar chismes). “Oquei −le dije−, por qué no”.  

      Eran tres señoras entaconadas. Pelos cortos pero altos, algo anaranjados. Alguna de ellas olía al maquillaje de mi abuela. Nos sentamos en una mesa negra rodeada por una pecera gigante repleta de langostas que se rascaban las antenas contra el vidrio.  “¿Cuántas?”, preguntó la más animada de las señoras. “Yo me mando una entera, creo”, dije yo. “Yo también”, dijo el señor Mateo. Pedimos cuatro langostas: dos para ellas tres y dos para el señor Mateo y para mí.  

    Las señoras, por fin, arrancaron con su repertorio de chismes. El señor Mateo interesadísimo, con cara de ponqué, y yo más bien embobado con esa anatomía toda alienígena de las langostas. Extrañadísimo de ver la naturalidad con la que los meseros sacaban las langostas de la pecera y se las llevaban a la cocina. “Ya están en preparación”, dijo un mesero muy guapo que conocía muy bien a las señoras. Las llamaba por sus apodos: señora Chichí, señora Mimi y señorita Tuti.   

    Pasaron un par de minutos largos y fui saliendo de mi hipnosis. Empecé a sentir un sonido insoportable que no me dejaba concentrar en la anatomía alienígena de las langostas. Un chillido agudísimo, como el de un bebé recién nacido llorando, que tapaba el rock de los ochentas que estaba sonando en el restaurante…

…“¿Qué es ese ruidito tan desesperante, señor Mateo?"

“Ese es el lamento de las langostas, mijo. Las meten vivas en una olla de agua salada hirviendo. Y así se cocinan mejor”.

“Pero no entiendo, señor Mateo, cómo es posible que puedan llorar, ¿tienen cuerdas vocales?, ¿lloran de sufrimiento?, ¿tienen sistema nervioso complejo?"

“Hay muchas teorías al respecto, mijo. Algunos científicos dicen que no sienten dolor, pero hay nuevos estudios que dicen que sí. Yo la verdad no sé. Yo lo que sé es que a mí me gustaría ser una langosta de restaurante; sentir cómo mi cuerpo se va convirtiendo en ese color tan lindo que tienen los crustáceos cocinados. Nadar por algunos minutos en un mar hirviendo. Sentir las burbujitas del agua. Y después contarle a los clientes el verdadero misterio del sistema nervioso complejo. Me gustaría ser un ciclista que termina el Tour de Francia, y bañarme y verme las piernas llenas de moretones en el espejo. Y después decirle a la gente: <<Acabar el Tour de Francia se siente como tomarse un Bloody Mary después de un tsunami en Bolivia>>. Me gustaría que me enterraran vivo para sentir la lluvia de tierra cayendo en la madera del ataúd. O que me enterraran vivo sin ataúd para sentir la lluvia de tierra cayéndome en los párpados, en los labios, en los dedos de los pies. Y después decirle a mis alumnos que tienen un 0.3 en la nota final del semestre por no llorar en mi entierro. Me gustaría parir un hijo en un hospital público, y después, ahí en la sala de partos, fumarme un paquete de Marlboro después de nueve meses de abstinencia. Y decirle al doctor: <<Señor doctor, el tabaco procesado es la más grande de las creaciones de Dios>>. Me gustaría ser un caracol y darle la vuelta a la ciudad en una bolsa de supermercado colgada de la bicicleta de una niña experta en saltar el lazo…”...


      Yo, la verdad, no pude comer langosta. Le di dos mordiscos que me supieron a bebé quemándose en las hogueras de la Santa Inquisición. El señor Mateo se terminó la mía, pidió un café americano y me dijo que lo acompañara donde el chef.

     Vimos cómo cogían a las langostas vivas (de un color muy diferente a “ese color tan lindo que tienen los crustáceos cocinados”) y las iban metiendo de cabeza al hervidero. Después los chillidos. El señor Mateo me agarró fuertísimo con una mano y metió la otra en una de las ollas hirviendo. Gritó de una manera muy tranquila y, entre el escándalo de los cocineros, salimos caminando de la cocina. “Yo creería que los gritos sí son de dolor”, le dijo el señor Mateo a las tres señoras.  

     Cogí un bus a la casa y me pasé todo el recorrido dándole vueltas a un pensamiento infantil: “creo que el señor Mateo es mi mejor amigo, o algo así”. Creo que de verdad lo sentía. Pero bueno, la verdad es que es bastante fácil ser mi mejor amigo. Basta, nomás, con ser mi amigo. La verdad es que nunca he tenido amigos (ni antes ni después del señor Mateo) porque no logro entender bien qué es lo que me están diciendo los otros. O, más bien, para decirlo mejor,  no logro concentrarme cuando alguien me está hablando de las cosas que hablan los amigos.

      Todos los miércoles, durante dos años y cuatro meses casi exactos, me veía con el señor Mateo en el lugar de las iguanas que comen flores. Después del día del almuerzo, el señor Mateo andaba con un guante vinotinto que le pegaba muy bien con su ropa elegantísima y su sombrerito de explorador. Siempre se  quitaba los zapatos y se ponía a calificar exámenes o a leer fotocopias de los libros de Emil Cioran.  Y después de un tiempo se ponía a hablar. A contar, sobre todo, los chismes de los chismes que le habían contado las señoras de bien. “Ya todos los amigos se están muriendo, mijo. Este lunes se murió Chichí. Creo que tú la conociste. ¿Ella estaba ahí el día de las langostas?”.

       El señor Mateo murió un viernes en la madrugada. Casi un jueves. La noticia me la contó el decano de la facultad, que sabía que el viejo profesor era mi amigo. El  decano me dijo que por favor le avisara a todos los alumnos. Y bueno, la verdad es que yo no conocía a nadie, y mucho menos a la gente de arquitectura. Decidí escribir la noticia en una cartelera, poner la hora y el lugar del entierro y coger un bus hacia el norte.  Supongo que en el recorrido iba pensando en caracoles, en iguanas comiendo flores, en el anaranjado de los tigres.

         Cuando cayó la primera palada de tierra sobre el ataúd, me tiré al hueco y me acosté bocarriba. Alcancé a sentir la segunda lluvia de tierra en mis párpados y en mis labios. La tierra sabía a tierra. Los encargados del cementerio me sacaron del hueco y me pidieron, muy amablemente, que me retirara del lugar. Que un cementerio no es ningún lugar para chistes.


        Me sacudí la tierra de la ropa y decidí irme caminando para la casa.   

sábado, 9 de diciembre de 2017

CUENTO TRISTE Y CORTO

Sin título. Rothko. 


    Yo sé que en literatura, según dicen los que saben del tema, no es muy bueno lloriquear.
  Los expertos dicen que un escritor llorón, quejumbroso, carece de elegancia, de sofisticación estética. Dicen los expertos que un buen texto no debe ser literal con las lágrimas del yo. 

   Y sí, es un poco cierto todo eso. A quién le va importar saber que el otro anda triste. Todos andamos tristes. Cuénteme algo nuevo, señor escritor.

   Pero bueno. Como este es mi mundo, y yo hago lo que quiera con mi cuaderno y mi lapicero, y como ningún experto en literatura lee mis cuentos, y como yo escribo para desbloquear un poco tanta energía psíquica oscura que se me va acumulando en las honduras de mis órganos, voy a contar este cuento para llorar. Para intentar curarme de la tristeza.

   Si usted es un experto en literatura, sería mejor que no leyera este cuento. Me parecería menos doloroso que no lo leyera a que lo leyera y que después se pusiera a decir que los muchachos que andamos escribiendo hoy en día somos tan narcisistas que creernos que a la gente le importa saber si estamos tristes o si tenemos ganas de salir a bailar. Si usted lee este cuento y se pone a comentarlo con sus amigos intelectuales, yo me pondría más triste de lo que estoy y, la verdad, no tengo la fuerza para ponerme más triste de lo que estoy. No lo lea y punto, amigo experto en literatura.

Aquí va, entonces:

   Me siento muy muy muy triste. Y por eso escribo un cuento triste y corto. Escribo un cuento triste y corto para desbloquear un poco tanta energía oscura acumulada. También escribo un cuento triste y corto por puras ganas de decirle a todo el mundo que me siento triste y corto y solo y que no me gusta estar ni triste ni solo ni corto. Me gustaría mucho más estar feliz y largo porque es más divertido estar feliz y largo. Me gustaría más estar acompañado porque es más divertido estar acompañado.

   Siento que no me quieren y que estoy muy triste y muy solo y escribo este cuento para que la gente que lo lea me acompañe y le dé un beso con lengua a mis costillas tristes y solas. Hace un mes dejé de tomarme las pastillas antidepresivas y hace dos meses me abrieron la piel y me sacaron mi corazón morado y lo pusieron en un plato blanco y lo cortaron en dieciséis pedazos y me dijeron que sólo me podía quedar con la parte más chiquita que había quedado de mi corazón morado.

    Como estoy muy triste y muy solo y sólo tengo la parte más chiquita de mi corazón morado adentro de mi cuerpo, y como estoy sin pastillas antidepresivas, entonces estoy intentando un método para curarme. Estoy usando esta enfermedad mental llamada literatura. “La enfermedad mental de la literatura tranquila y corta”, le digo yo.

    El método es corto y sencillo y tranquilo. Es así: usted lee este cuento. De tanto que el cuento dice que yo estoy triste y solo, usted se da cuenta de que yo estoy triste y solo. Usted cierra los ojos y dice en su cabeza: “Pobrecito este muchacho, está muy triste y muy solo. Voy a volver a leer el cuento para acompañarlo. Voy a volver a leer el cuento para que sienta mi energía feliz. Voy a volver a leer el cuento para que el pedazo más chiquito de su corazón morado vaya creciendo con lentitud y tranquilidad”. Y usted vuelve a leer el cuento y yo lo voy sintiendo a usted de una manera lenta y tranquila. Voy sintiendo, mientras usted lee el cuento por segunda vez, que mi pedazo pequeño de corazón morado se va llenando del vapor de su energía feliz. Y poco a poco me voy quedando dormido, leyendo los secretos del techo. Voy, poco a poco, pensando en una canción de Robi Draco Rosa y en las partes menos tristes de las cartas de Van Gogh.


   Es un buen método, creo yo. Pero bueno, estoy ya muy cansado de escribir este cuento. A ustedes les puede parecer muy corto, pero a mí ya me parece que está más largo de lo que debería estar. Algunos expertos en psicología y en estética dicen que la tristeza es un buen motor para la escritura, yo digo que los que dicen eso no saben lo que es la tristeza. O, mejor dicho, no saben lo que es la escritura.